Guillermo Samperio
Camino a la orilla del malecón de madera rojiza. En el cielo azul claro hay una gran luna que va al ocaso. Las casas de sólo un piso son de azul cobalto en varios tonos y sus techos son de dos aguas y ninguna tiene ventanas. El mar lleva un movimiento parejo luego de la tormenta.
Encima de mi sombrero blanco sigue mi halcón con su sombrerito; mientras camino, leo un libro de cetrería. Los peces me aburren, del tamaño que sean, así como sus colores. Son aliados de las mujeres.
Detengo mi lectura cuando escucho la voz de una de ellas; se encuentra ante una puerta de cristal. Su vestido transparenta sus senos y la bastilla le llega a medio muslo (¿será por el calor?).
Frente a mí, a unos tres metros, se me acerca un cocodrilo; dudo entre seguir adelante, hacia el reptil o, de plano me dirijo hacia a la mujer. La primera elección me costará la vida y, la segunda, la vida junto a una mujer que está de muy bien ver, pero mi sexta esposa también estaba de bien ver, como las anteriores cinco.
El cocodrilo se encuentra ya a dos metros de mí y la mujer se ha subido la bastilla arriba de su pubis, el cual está desnudo; ella da un giro, observo sus nalgas fenomenales y vuele a colocarse de frente, con la falda al nivel de la cintura, lo cual me hace sudar.
Cómo hubiera deseado venir leyendo poemas de Stevenson, o las aventuras de Odiseo o, quizá, Moby Dick, ni modo. El cocodrilo abre sus fauces a un metro de mí. Escucho un disparo, el cocodrilo se revuelca en su sangre, gira y cae al mar. Ya no tengo qué decidir nada: la mujer, que tiene una escopeta en la mano derecha, se encuentra desnuda y, en la mano izquierda, tiene un coctel de vodka con agua quina y una aceituna a un costado de la copa. Ya decidido, mientras cierro mi libro de cetrería, escucho otro disparo y veo ante mis ojos varias plumas de mi halcón con sombrerito.
Mientras camino hacia la puerta de cristal, donde me espera ella, lamento no haber elegido la montaña; allí hubiera podido leer un libro sobre el mar. Pero, quizá, desde alguna cabaña de puerta de cristal una campirana mujer semidesnuda hubiera matado de un escopetazo a un leopardo que me fuera a atacar a dos metros de distancia y también se hubiera desplumado mi halcón. Luego, ella me hubiera atraído hacia su cabaña. Pero en este caso hubiera habido la diferencia de que sí habría venido leyendo poemas de Stevenson.