Temerosa, la élite reunida en Davos

Magdalena Galindo

Quizá una de las características más notables del siglo XXI en estos años de su inicio, es la frecuencia con que se repite que esto o aquello que haya sucedido era prácticamente impensable en el pasado. Es un hecho que la historia, desde hace algunas décadas, ha decidido acelerar su paso, de modo que hoy los acontecimientos y los cambios sociales se suceden a velocidad de vértigo. Tal es la sorpresa que los sucesos despiertan, lo mismo en el analista de la política, de la economía o de la sociedad, que entre los periodistas o en el simple ciudadano, aunque no sea un observador profesional, que la conciencia y el conocimiento, atónitos,  parecen, al revés de la historia, moverse a cámara lenta, ir despacio en la explicación de los hechos y en la formación de conceptos para analizar esos acontecimientos.

No obstante, a pesar de la dificultad de académicos y políticos para interpretar la realidad, a veces, los pueblos, esto es, los protagonistas de la historia, responden de manera espontánea ante los hechos que los afectan. Por ejemplo, con las protestas que han recorrido el mundo durante el año pasado y lo que va de éste, ante las atrocidades del capitalismo.

Pero si las protestas parecen naturales ante la gravedad de la crisis económica y la voluntad de las burguesías de que los costos recaigan sobre los trabajadores, lo que sí resulta inusitado y digno del repetido comentario de que antes sería impensable, es la declaración del fundador del Foro Económico Mundial de Davos, máxima reunión de las élites internacionales, de que “el sistema capitalista en su forma actual no encaja en el mundo de ahora”.

Naturalmente, la crítica del otrora apologista del capitalismo se explica, no sólo por la crisis económica que afecta en particular a los países altamente industrializados, sino porque la agudización de la crisis que vivimos desde 2008 ha golpeado en una primera instancia al sector financiero internacional que es la fracción hegemónica en el mundo, y, aunque ese sector ha conseguido que los gobiernos entren al rescate con el mayor gasto público de la historia, de cualquier manera el golpe ha sido duro y, además, hasta el momento, no se visualiza una rápida recuperación, sino al contrario todos los indicadores señalan que va para largo y que la recesión y el desempleo son los únicos fenómenos pronosticados para el futuro inmediato.

Por otra parte, hasta los promotores y propagandistas de la globalización han tenido que reconocer, ante la recurrencia de las crisis financieras que han acompañado, durante los noventas y lo que va del siglo XXI, al proceso de integración y abatimiento de las fronteras económicas, que el capitalismo no puede salir de la situación con la simple operación de las leyes del mercado. Lo que ha llevado a la élite empresarial a reconocer, primero tímidamente y después de manera más fuerte, el fracaso del neoliberalismo no sólo para asegurar un ingreso mínimo a los trabajadores, lo que en última instancia no les preocupa mucho a los capitalistas, sino para mantener la estabilidad y una tasa de crecimiento aceptable. En otras palabras, han tenido que reconocer que el capitalismo ya no sirve ni para los propios capitalistas.

Pero no sólo se trata del golpe sufrido por la cúpula financiera, el otro fenómeno, probablemente todavía más significativo, es el aumento de las movilizaciones que hoy se multiplican en el planeta, en especial en el interior de los países más desarrollados, y que además han visto aumentar sus contingentes y se han caracterizado por su persistencia. Ante las protestas de los indignados o los ocupas, cada vez son más las voces que, desde el poder, advierten con preocupación que de seguir las cosas como están, puede haber estallidos sociales cuyos alcances nadie se atreve a pronosticar. Hay que señalar, sin embargo, que a pesar de estas advertencias que parecen gritos de “ahí vienen las masas” no hay ningún intento real de transformar la realidad y lo único que sucede es que la situación se agrava cada día más.