Pastor de paz en un mundo de violencia

José Elías Romero Apis

Con motivo de la inminente visita del Papa, he escuchado las más diversas opiniones respecto al motivo y al contenido de esa gira. Que si tiene propósitos electorales. Que si tan sólo son pastorales. Que si obedece al personal deseo de seducir a un público que era coto inalienable de su antecesor. En fin, será por eso que muchas palabras se me han mezclado y se me han confundido.

Pero sí me ha quedado en claro que el actual jefe supremo de la Iglesia católica ha expresado, en diversas ocasiones, palabras más o palabras menos, que reconoce que el pecado que aqueja a su institución no proviene de sus enemigos sino de su interior.

Lo primero que he pensado al escucharlo es en su valentía, aunque me lo he dicho en palabrotas muy mexicanas que no me serían cómodas de reproducir en esta publicación. Mi segunda idea ha sido, de ser sincero su discurso, que estamos acudiendo al inicio de un suceso fundamental de la historia moderna. Aclaro que no dudo de la sinceridad de sus palabras, aunque un poco de su aplicabilidad y hasta de su viabilidad. Trataré de explicarme.

La doctrina religiosa del dios de los cristianos se basa en la humildad. Pero ésta es una actitud harto rara entre los humanos. Para la enseñanza del Cristo, el camino de la salvación no reside en ser bueno sino en ser humilde. Por el contrario, la vía hacia la perdición no está en la maldad sino en la soberbia. Los santos no lo son por ser buenos sino porque siempre se consideraron pecadores. A su vez, el diablo no es demonio por ser tan malo sino porque se cree muy bueno.

La plegaria básica del cristianismo consta de siete peticiones pero, en las tres últimas, el creyente se reconoce pecador, débil y vulnerable. Por eso, en ellas, ruega el perdón, el auxilio y la protección.

Decía yo que la humildad es un fenómeno raro, tanto entre los individuos como hasta entre las naciones. Muchos hombres y muchos pueblos consideran que su riqueza y su poder se los merecen por ser laboriosos, limpios y sabios mientras que la pobreza y debilidad de sus vecinos es el resultado merecido por ser malos, flojos, rateros y estúpidos.

Así ha funcionado, también en muchas ocasiones, la Iglesia en la que cree Benedicto XVI. Pero, cuando ésta ha sabido abrazar la humildad se han dado los momentos estelares de la Cristiandad. Cuando sus dirigentes se ven como hombres falibles y no cuando se sienten dioses inmaculados.

El camino de la humildad es el que puede llevar a la Iglesia romana a la revisión de muchos de sus posicionamientos. Desde el celibato, las vocaciones o las misiones hasta su actitud frente a la injusticia, la guerra, el abuso, la intolerancia, la discriminación o el crimen. Todo ello, pasando por cuestiones tan espinosas como hoy lo son el aborto, la homosexualidad, la eutanasia o la pederastia.

Porque es la suya una religión que se basa en la paz, en la fraternidad y en el amor que los unos se tengan para con los otros. Pero resulta que, al hablar de los principales problemas actuales, estamos hablando de que muchas ovejas de ese rebaño asaltan, secuestran, violan y matan a otras ovejas. Que muchos de sus borregos son explotados, engañados y humillados por otros. Y que muchos cabritos revuelven y enturbian las aguas para aprovecharse de ello en beneficio exclusivo y excluyente.

Todo ello complica la tarea de un pastor de paz en un mundo de violencia y de agresión física, económica, social y política. Sobre todo cuando cada vez se instala, con mayor firmeza en los hombres, la creencia de que las soluciones no están en la paz sino en la guerra. Que la humildad de su dios es una postura rancia venida a obsolescencia. Y que la otra mejilla la ponga su Cristo, pero no ellos.

Quizá, por eso estoy convencido que ello obliga a utilizar mucha humildad y mucha inteligencia, porque hay que salvar a los hombres tanto en este mundo terrenal en el que todos vivimos y compartimos, como en aquel mundo celestial en el que cada quien cree y espera.

 

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