Carlos Guevara Meza
La transición egipcia se complica. Aunque el derrocamiento del presidente Hosni Mubarak fue relativamente tranquilo (si se le compara con lo sucedido en Libia o lo que está pasando en Siria), la posibilidad de que la revolución democrática no logre realizar un verdadero cambio de sistema está presente, no sólo por el poder que aún retiene el ejército a través de la Junta Militar que gobierna al país, sino por la posibilidad de que los grupos islamistas más o menos radicales terminen imponiendo su visión de la sociedad, marginando a los sectores liberales que de hecho iniciaron y encabezaron la revolución.
Es claro, a juzgar por los resultados de las elecciones parlamentarias, que la sociedad egipcia es mayoritariamente religiosa y tendiente al conservadurismo social, pues los partidos vinculados a la Hermandad Musulmana y al salafismo obtuvieron el 43 por ciento de la votación, con lo que se hicieron de una cómoda mayoría absoluta en ambas cámaras.
Pero es posible que muchos ciudadanos los hayan votado, por un lado, por la legitimidad que les conquistó décadas de resistencia al régimen en condiciones de gran represión a cualquier disidencia y en especial contra ellos. Por otro lado, los partidos triunfadores hicieron una campaña basada no tanto en sus principios ideológicos y religiosos, como en el mensaje de tolerancia, la liberalidad y el compromiso de un país para todos. Se mostraron también muy moderados en el periodo inmediato posterior a la caída de Mubarak, negociando responsablemente con la Junta Militar, incluso al grado de que sectores más radicales del movimiento revolucionario los acusaron de tener un pacto con los militares para compartir el poder.
Pero las cosas no están resultando de esa manera. El pasado 24 de marzo el parlamento designó a los 100 miembros de la Asamblea Constituyente, que tendrá como misión redactar una nueva constitución para someterla a referéndum nacional próximamente.
Y aunque el compromiso electoral era construir un ordenamiento para todos, los partidos islamistas de plano no negociaron con las fuerzas minoritarias, e hicieron valer su mayoría cameral para nombrar por su cuenta todos los puestos de la Asamblea. Eligieron a miembros de otras fuerzas políticas y sociales, pero se reservaron una muy cómoda mayoría.
Se había pactado que la Asamblea estaría compuesta de 100 personas, la mitad por parlamentarios y el resto por representantes de la sociedad civil. Los Hermanos Musulmanes y los salafistas conservaron el 70 por ciento de los lugares para personas de sus propios partidos y personalidades visiblemente vinculadas con ellos. El gran excluido fue Mohamed al Baradei, la figura que se volvió emblemática de la revolución. Y sólo hay media docena de mujeres y cristianos coptos (aunque éstos últimos constituyen el 10 por ciento de la población).
Así las cosas, el bloque liberal (en el que se encuentran musulmanes laicos, así como socialistas y comunistas) de plano abandonó la sesión del parlamento en protesta. Varios líderes liberales que habían sido incorporados a la Asamblea, renunciaron. Se produjeron manifestaciones en contra de la imposición y se ha convocado ya a la formación de un frente de defensa de la nueva constitución.


