Guillermo Schmidhuber de la Mora
Hoy la sensibilidad literaria está orientada en desbalance hacia el mercado de los lectores; es más importante lo que se lee que lo que se escribe porque más importa la editorial y publicidad, que la creatividad. Así que cuando aparece un texto literario de gran valía, tiene que navegar a contracorriente para sobrepasar a aquellos textos que cuentan con el sello protector Tusquets o del fce, sello que avasalla a compradores de libros que buscan leer lo que todos leen. Para ellos, quien vende mayor número de libros es, por definición grupal, “el mejor escritor” y un bestseller es sinónimo de “genialidad”. Este síndrome neoliberal puede impedir que la colección de cuentos En la casa de las semejanzas, de Gonzalo Valdés Medellín (Editorial Amarillo, 2011), alcance una mayor difusión y no cuente con el número de lectores que merece. El libro es publicado por una editorial independiente y abre con un Prólogo de Hugo Argüelles, quien en vida sufrió los embates del mismo síndrome. Aunque ahora muerto, el maestro afirma con voz revivida: “Gonzalo Valdés se sitúa —por derecho propio— entre los escritores que prefieren la complejidad del alma a la brillantez de la anécdota, propiciando así una gran riqueza inventiva y una honda y reveladora visión humana”.
El libro puede leerse como una antología de la cuentística de Valdés Medellín o como un conjunto de cuentos que parten de dispares distancias y diferentes tiempos, para implosionar en la mente del lector hacia una nueva visión. El cuento inicial es homónimo del libro y fue el ganador del premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional en 1995. Los cuentos no fueron escritos en una misma temporada, van de 1983 hasta 2002. Con goteo incontenible, la voz narrativa presenta ojos que miran y cuerdas vocales que narran hasta el punto que el narrador se convierte en el personaje omnipresente de los cuentos. En varias de las narraciones, se escucha una voz juvenil, tan ingenua como sensible, que describe un espacio vital plagado de pequeños estímulos de infancia que, al recordarlos como narrador adulto, le producen tanto al narrador como al lector una gran nostalgia: Un día de reyes en un tianguis, un triunfo mexicano en el futbol, un hombre que vende juguetes artesanales, una mujer que vende baratijas en la calle, el final de una cuaresma, una colección de discos y otras menudencias. El lector encontrará un espacio urbano caminable por calles de conocido nombre en barrios citadinos. La ciudad descrita parece tan vivible como la misma provincia mexicana. Grato resulta pasar en ese espacio la infancia y así poder asistir a una escuela elemental, o caminar por las tardes soleadas por la colonia San Rafael, o si se prefiere, leer un libro en el parquecito frente a la Secundaria Cuatro. ¿Quién no querría vivir algo tan atrayente? El mismo lector pudiera haber vivido estas experiencias.
Pero no todo está pletórico de felicidad. Al continuar, el lector se irá sintiendo acosado por una lucha de unos cuentos con los otros, hasta que se imponga otra visión en el libro. Las voces narrativas dejan de ser nostálgicas y cándidas, para volverse clamores, embates, exorcismos. Este narrador segundo —¿o será el mismo?— celebra el caos de la macro urbe con tintes apocalípticos. La voz narrativa vive un dilema imposible: un paso más allá, imposible y volver, irrealizable. Tendrá que seguir adelante y tratar de sobrevivir allí, a pesar de que su espacio vital resultará poco amable. El libro integra “aguafuertes urbanos” más ácidos que aquéllos “aguafuertes porteños” del argentino Roberto Arlt: Un suicida frustrado, uno brinca tinacos, una teporocha apodada “La de la flor”, Owena mujer de la vida galante, un narco callejero y una veinteañera tan sidosa como bailadora. Entonces el lector se preguntará: ¿Cuál será el más profundo de los anhelos de estos personajes callejeros? Ni la voz narrativa ni el mismo lector podrán responder a esta demandante pregunta a pesar de que ambos viven en “el marasmo compartido de nuestra crisis compartida”, como es definido en el libro. Bien es sabido que a Antoine de Saint-Exupèry le dolían los hijos de los obreros polacos que emigraban en el periodo de entreguerras a Francia, ¿qué sería de ellos? “Lo que me atormenta no son esos huecos, ni esos bultos, ni esa fealdad. Es, en estos hombres, un poco, Mozart asesinado”, escribió. Este libro presenta el dolor del Hamlet mexicano que cruza Reforma y va desgastando inútilmente su creatividad de “Shakespeare posmoderno”. Unas páginas más allá, el libro se alebresta aún más y presenta la violación grupal a Cloe, una escritora que se había arriesgado a la gran ciudad para publicar su novela de amor, y la historia de un joven poeta que, al fracasar, es lanzado a la calle con todo y sus amados libros.
Como a continuación, el lector se ve obligado a ingresar “En la oscuridad del paraíso” —cuento dedicado a Hugo Argüelles, quien supo de paraísos oscuros—, bajo la guía de otro narrador —¿o del mismo?, ¡qué importa!—, uno que puede homenajear a Francis Scott Fitzgerald en un largo cuento que parece capítulo de una novela escrita por un personaje que llega a afirmar: “Vivir de escribir en México es un sueño imposible”. El cuento que cierra la colección es titulado La furia del escorpión. Los dos últimos cuentos no contienen tensión sino furia textual, son clamores; es la violencia de un creador que ha perdido el sendero que anunciaba el paraíso literario y como compensación sólo le queda la violencia urbana del instante. La eternidad soñada pasó al relámpago y luego a insignificancia.
Cuando los cuentos se han agotado. Se abren dos nuevos textos: Una carta de Humberto Zurita al autor y una nota biográfica del mismo. Estos textos actúan como paracaídas para que el lector pueda regresar a su mundo de confort. Zurita, se convierte en atinado crítico cuando afirma: “Por encima de lo bueno y lo malo de la vida está la admiración por el talento”. Estas palabras sirven de colofón al libro, y si al lector aún le queda tiempo para posar sus ojos en la biografía del autor, acaso llegue a pensar que incluye demasiados logros para un escritor que no ha merecido recibir la visa del reconocimiento del stablishment (por lo general sumido en mezquinos grupúsculos e intereses creados de quienes rechazan la independencia creativa, diría Valdés Medellín) o el sello protector de Tusquets o cualquiera otra. La respuesta final la tiene Chesterton: “Lo increíble de los milagros es que se realizan”. Y el autor de estas líneas afirma que para hacer un milagro en la literatura mexicana, no es necesario invitar a Tusquets, ni a ningún recolector de celebridades infladas e inventadas, sino, simplemente a la buena literatura, la que, En la casa de las semejanzas, se encuentra plena.
