Miguel Ángel Muñoz

Una hermosa fábula de José Ángel Valente, la que narra las vicisitudes de Elogio del calígrafo, cuenta que aquello que más encarecidamente perseguimos puede estar tan cerca que a veces es necesario perderlo para regresar y encontrarlo. Dos largos viajes, uno por la geografía de la pintura y otro por la piel de áfrica, han devuelto y asombrado la mirada de Fernando Alba (Ciudad de México, 1945). En más de treinta años de creación, Alba ha roto con el formato convencional del dibujo, del grabado; pero, sobre todo, que lo ha hecho de una forma que sintetiza los dos vectores creativos que han definido su trayectoria artística: por un lado, el gesto, que no es sólo la descarga de energía mediante una línea abrupta, sino también la fuerza que rasga y trocea la materia; por otro, su pasión por la figura, que le ha hecho incorporar a su gráfica ese registro memorioso de su paso por el mundo cotidiano, entendiendo éste en el amplio sentido de valorar siempre en ellos algo más que su mera sugestión plástica.

Voluptuosa metáfora de esas ideas, de movimiento y transformación asociadas al paso del tiempo, y de ese planteamiento unificador del cuadro como “organismo vivo”; lugares analógicos de tantos viajes en pos del conocimiento; “bajorrelieves” con mil puntos de vista que imitan la azarosa densidad cambiante de los fondos y superficies, de las cuevas marinas… los últimos dibujos y grabados de Alba culminan un proceso que conduce desde las bibliotecas y las ciudades, desde Tintoretto, Rembrandt, Turner, Goya y Tanguy, Conrad, Faulkner, Stevenson o Pessoa, desde el desierto y las aguas trémulas del Níger, desde la vida y la muerte, desde la alta cultura y la artesanía, hasta la fenomenología de la pintura.

Estos dibujos y grabados de vibrante color y collage de materias en tiempos del arte conceptual, hacen que la obra de Alba sea una estética más solida. El lenguaje es sólo un leve, transparente rumor que el ojo sorprende, no el oído. Bien dice Valente: “¿estamos ante un oír de la memoria?”. Observamos cómo Alba disolvió la perspectiva en agitados torbellinos y elipses, cómo superó las lindes del barroco y el manierismo dejándose apoderar por un repertorio de formas y fenómenos que conjugaban una descomunal y caótica orgía de vida y muerte: tauromaquias, rostros de muerte y tempestades; animales vivos, heridos o muertos; esqueletos, vísceras, vegetales y piedras… cicatrices y accidentes convexos y cóncavos, grutas-bocas-vulvas-vasijas… territorios habitados por una marea de restos que engullirían las “pinturas expandidas”, esas apoteósicas y neorrománticas superficies pensadas desde la cerámica.

Cada nueva exploración de Alba se ha hecho en pos de un mejor y más hondo sumergirse en la propia intimidad, lo cual puede llevar a Alba a pasar de “lo oscuro a lo claro”. De esta manera, sea con amplias masas de colores en el grabado, o de un toque sutil en el papel, por citar ejemplos extremos de la dialéctica en la que ahora se mueve, nos queda siempre la imagen cumplida de una fecunda fidelidad creadora, la realidad y la poética de un artista siempre en una constante búsqueda estética. Tal espiritualidad de la materia, la forma es, a la vez, el secreto y la transparencia de la obra total de Fernando Alba. Su más pura lección. Un artista, en definitiva, que entiende por originalidad la atención despierta a los motivos del arte que se esconden en la más leve estructura formal, si se es capaz de perseguirla imaginativamente, como quería Cézanne.

Muy próximos en su espíritu, pero más leves y sutiles, casi como fragmentos de vida atrapados al vuelo, son sus dibujos africanos. Poesía muda para un espacio de silencio, como corresponde a la esencialidad de lo pictórico, la de Alba se mueve en la estela del paradigma figurativo y abstracto, a partir de ese registro cromático susurrado en neblinosos negros, grises, hasta una ascesis que fuga hacia el espejo minimal en ciertos momentos. Es en estas superficies donde recobran su lugar ciertos temas —como las ciudades, los interiores o la figura humana— o desde donde Alba nos habla con esa elocuencia de lo sencillo, sobre todo en esas bellísimas acuarelas y tintas chinas que poseen el carácter de un dietario íntimo. Robert Delaunay observó en una ocasión: “Una buena pintura murmura siempre algún ritmo cósmico”. ¿Somos capaces todavía de captarlo? Creo que Fernando Alba sí.

Texto del catálogo de la exposición de Fernando Alba Como el toro, que se expondrá en la Sala Gilberto Aceves Navarro de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco.

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