El Coqueto

José Elías Romero Apis

La captura, fuga y recaptura del homicida y violador César Armando Librado Legorreta, alias el Coqueto, ha sido motivo de diversas reacciones que van desde la indignación hasta la burla. Se han inventado chistes pero, también, se han prendido alertas y se han disparado alarmas.

Una de las primeras fue el recuerdo asociado con aquel Gregorio Goyo Cárdenas, también conocido como El estrangulador de Tacuba. Este fue uno de los primeros delincuentes seriales de que se tuvo conocimiento en ese México todavía aldeano que recibía con asombro las monstruosidades de asesinos como éste.

Cárdenas realizó su serie de cuatro homicidios en tan solo 15 días. Su vida aparentaba normalidad. Estudió química, con amplios reconocimientos, aunque su carácter era tímido e introvertido. Fue hijo de una madre posesiva y dominante que, se dijo después, tuvo que ver con la génesis de sus patologías psíquicas.

Es el caso que, en el verano del 1942, algo se le disparó dentro de la mente y, del 15 al 30 de agosto, asesinó a cuatro mujeres con las que había sostenido relaciones sexuales voluntarias. Se trataba de prostitutas a las que invitaba a su automóvil, llevaba a su casa y, después de su amorío, las sorprendía desprevenidas y las estrangulaba con una soga. Sin embargo, nunca se cuestionó si el móvil delictivo fue ahorrarse el estipendio.

Se trataba, pues, de un homicida no de un violador. Se dice que, en algunos casos, llegó a la insania de pretender resucitarlas, aunque no queda en claro si llegó a practicar la necroerótica. Por último, las enterró en el jardín de su propia casa, ubicada en el barrio de Tacuba.

Puede ser que no haya sostenido amores con los cadáveres sino, por lo contrario, algo parecido a la repulsión. Los doctores Alfonso Quiroz Cuarón, Manuel Gómez Robleda y Alfonso Millán supusieron que padecía una patología que popularmente fue llamada como “obnubilación crepuscular” asociada con la normal inapetencia que el varón experimenta después del coito, aunque llevada a los terrenos extremos de la repugnancia experimentada por este criminal serial.

Una segunda reflexión sobre el Coqueto ha sido su imperdonable fuga. Sobre este particular, prefiero dejar las conclusiones a las que llegue el caro lector, toda vez que la opinión de los no especialistas es más clemente para las autoridades que la que tenemos los que nos decimos especialistas en estos temas. Una ronda de expertos, aunque fuera informal, no dejaría “títere con cabeza” a cualquier autoridad que hubiera tenido participación con esto.

Pero, al final de cuentas, parece que hubo un final que no feliz pero justiciero. Nos dicen que el violador y asesino sufrió tal caída accidental que quedará paralizado de la cintura para abajo durante toda la vida. Este final no lo habría propuesto ni el guionista más cursi. De no ser porque se trata de la verdad, nos ofendería que una película o una telenovela nos lo brindaran como telón de obra. Pensaríamos que nos burlaron y nos hicieron perder el tiempo de la trama.

Sin embargo, resulta que el Coqueto no volverá a corretear a fémina alguna ni, mucho menos, a alcanzarla. La fuerza gravitatoria del planeta logró lo que no pudo la fuerza legal de la fiscalía. Quizá, por eso, luego dicen en mi pueblo que Dios castiga. Y este tema de la inmanencia vuelve a acosarnos a muchos abogados.

 

Desde que fui estudiante de abogacía sentí la duda sobre la posible existencia de una justicia inmanente. De una justicia sobrehumana e infalible que nunca pasaría por alto las consecuencias del comportamiento de cada quien.

 

Debo decir que, como desde muy joven abracé las doctrina positivista del derecho y de la justicia, paulatinamente me fui alejando del pensamiento naturalista y deposité todas mi esperanzas en la justicia de los hombre, hoy tan derrotada.  A la justicia de los hombres he consagrado mi esfuerzo profesional y, si existe la reencarnación, lo volvería a hacer cuantas veces tenga ocasión.

 

Sin embargo, debo reconocer que a veces me gustaría creer en la inmanencia de la justicia.  Confiar en que todo delincuente será aniquilado por una tormenta eléctrica.  Suponer que todo ladrón no podrá disfrutar de sus mal habidas riquezas lo mismo por enfermedad que por amargura.  Estar seguro de que todo funcionario corrupto será despreciado, fracasará políticamente y todos le retirarán su amistad.

 

Bella ensoñación que promete una justicia que no se tuerce, que no se cansa, que no se asusta, que no se equivoca, que no se arrodilla y que no se vende.

 

 

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