Acuerdo petrolero México-EU

Raúl Jiménez Vázquez

Suscribir y ratificar tratados internacionales es una de las más delicadas responsabilidades jurídicas y políticas inherentes a quienes ejercen altas funciones de gobierno; través suyo se pueden comprometer gravemente los intereses nacionales.

Tal fue el consenso de los juristas norteamericanos Hamilton, Jay y Madison vertido en un artículo publicado el 7 de marzo de 1788 en las páginas del célebre diario El Federalista, donde al glosar el contenido del artículo VI, párrafo segundo, de la Constitución de Filadelfia, antecedente directo del texto actual del artículo 133 de nuestra Ley Fundamental, se consignó la siguiente advertencia: “Los senadores deben cuidar al máximo que los tratados no contravengan lo dispuesto por la Carta Magna y tienen que estar conscientes de que no sólo comprometen a la nación, sino también a ellos mismos, a sus familias y propiedades; el honor, la reputación, el amor a la patria constituyen la garantía de su fidelidad a la constitución y a la nación”. He ahí el porqué Estados Unidos no celebra tratados con otros países, sólo acuerdos ejecutivos que adoptan la forma de leyes federales.

El contexto supranacional corrobora la pertinencia de este señalamiento. La Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 establece dos reglas que indubitablemente determinan la supremacía o preeminencia del derecho internacional: la primera, conocida como Pacta sunt servanda, prescribe que todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido de buena fe; la segunda, previene que los Estados no pueden invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado. Así pues, en este campo los tratados están por encima de las constituciones locales.

El derecho positivo mexicano no es ajeno a la extrema cautela preconizada por los exégetas de la Constitución estadounidense en virtud de que los tratados que suscribe el Ejecutivo federal con aprobación del Senado necesariamente tienen que estar de acuerdo con los mandatos de la Constitución General de la República. Esto significa que los pactos internacionales deben subordinarse a la normatividad suprema o, de lo contrario, carecerán de validez jurídica.

Ello implica que, en oposición a la postura prevaleciente en el derecho internacional, la Constitución está por encima de los tratados, excepto en el caso de las convenciones regionales y universales alusivas a derechos humanos, pues, conforme a la reforma vigente a partir del 11 de junio del 2011, tienen rango constitucional, pertenecen al bloque de la constitucionalidad.

La primacía del derecho interno sobre los tratados no formó parte de las decisiones políticas fundamentales adoptadas por el Congreso Constituyente de 1917; proviene de una adición al artículo 133 constitucional publicada  en el Diario Oficial el 18 de enero de 1934 y cuyo origen histórico se explica a continuación.

El régimen porfirista otorgó diversas concesiones a las compañías petroleras enmarcadas en la tesis de que el dueño del suelo también lo era del subsuelo. Los próceres Francisco I. Madero y Venustiano Carranza intentaron paliar esta desgracia mediante la imposición de contribuciones a la exportación del crudo, lo que generó severas tensiones entre el gobierno de Washington y los gobiernos revolucionarios.

Todo ello llevó a los diputados constituyentes a la necesidad de plasmar en el artículo 27 constitucional los principios medulares de la propiedad originaria de la nación sobre las tierras y aguas y del dominio directo, inalienable e imprescriptible de la misma sobre todos los recursos naturales ubicados en el subsuelo, incluyendo los hidrocarburos.

Esa epopeya jurídica motivó el desconocimiento de la Constitución por parte de las compañías petroleras y la emisión de amenazas invasivas por parte de la Casa Blanca, la que se negó a reconocer al gobierno de Carranza mientras subsistiera el artículo 27 constitucional.

Ansioso de ese reconocimiento, Alvaro Obregón accedió a la negociación de un acuerdo con el vecino país del norte en el que se admitió que las determinaciones del Constituyente de Querétaro no fueran aplicadas a los títulos de propiedad expedidos al amparo de las leyes porfiristas. Nos estamos refiriendo a los famosos Convenios de Bucareli, cuya suscripción motivó el asesinato a mansalva de un digno senador de Campeche, Alberto Field Jurado, y el alzamiento de Adolfo de la Huerta enarbolando las proclamas contenidas en el Plan de Xilitla.

A fin de evitar que en lo sucesivo se contrajesen compromisos similares, el Constituyente Permanente insertó en el artículo 133 en cita un sólido, un férreo e inexpugnable candado consistente en el imperativo del sometimiento o sujeción de los tratados a la letra y al espíritu del texto constitucional.

Tales implicaciones internacionales, exigencias constitucionales y experiencias históricas deben estar presentes en la mente y el espíritu de los senadores al momento en que se aboquen al análisis del tratado sobre yacimientos transfronterizos firmado por la canciller Patricia Espinosa y su homóloga norteamericana Hillary Clinton. Una nueva versión de los Convenios de Bucareli sería a todas luces inadmisible.