Patricia Gutiérrez-Otero

La fe que más me gusta, dice Dios,
es la Esperanza.
Charles Péguy

En estos momentos de gran desencanto en relación con las instituciones y de desconfianza casi total en relación con nuestros gobernantes es difícil no perder la esperanza y creer que nuestra libertad como personas, individuos en sociedad, puede cambiar el rumbo de la historia o, por lo menos, variar su dirección. Conforme voy envejeciendo veo con mayor claridad la perversión de nuestro sistema, tanto económico como político. El idealismo juvenil se diluye ante la información y la evidencia de la estupidez y maldad humanas agigantadas por la ideología subyacente al modelo capitalista-neoliberal que exacerba el egoísmo y la avaricia. Si antes podía llegar a creer en la buena voluntad de los gobernantes, cada vez distingo mejor los hilos oscuros que los guían, desde sus patologías individuales hasta el control que los intereses de la oligarquía nacional e internacional ejercen sobre ellos. En ese sentido, entiendo a mis amigos que están a favor de no votar o de anular su voto, así como a los compas zapatistas que prefieren no votar para no seguir con un juego de aparente democracia. Entiendo, también, que Julián Le Barón haya dejado el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (mpjd) al no creer que el gobierno actual tenga la calidad moral para ser un interlocutor válido: aunque la división no es un algo deseable en casi ningún caso —en griego el “diablo” es el que divide—, es una cuestión de conciencia que hay que respetar. Si creyera que no votar a anular el voto serviría para algo, lo haría, sin embargo, estoy convencida de que en nuestro país simplemente sería regalar mi voto a quien ya tendrá el apoyo de la oligarquía o de las corporaciones.

Estoy hablando del sistema y de los gobernantes en el contexto de las próximas elecciones. Como una ciudadana cualquiera, no soy partidista, he tratado de informarme, de estar atenta al desarrollo de las candidaturas. Hasta donde me ha sido posible he tratado de escuchar y ver de manera lo más neutra posible a los candidatos y sus propuestas, he intentado poner entre paréntesis mis filias y fobias, de acallar mi conciencia y corazón que están abajo y a la izquierda. Lo que he escuchado y visto prácticamente ha fijado mi posición: la única opción para dar un giro al sistema que tanto mal nos ha hecho es Andrés Manuel López Obrador. Veo a un hombre mucho más maduro que hace casi seis años, una persona que ha trabajado, que ha estado en contacto con la gente de a pie desde que inició su vida política, que se ha abierto a los empresarios, que manifiesta seguridad, que sí plantea un programa y propone un gabinete en el que hay gente muy valiosa. No digo que vaya a ser la panacea para aliviar todos los males del país pero, como indiqué, es el único que puede cambiar el rumbo del barco en el que todos estamos trepados. No quiero omitir un pequeño detalle que también me ayudó a elegir. Óscar Soto, un ser de toda mi confianza y un exigente intelectual me contó que hace años conoció a los padres de López Obrador. Dijo que era gente buena, que acogía en su casa de Palenque a migrantes y les echaba la mano para que siguieran su recorrido. La bondad no necesariamente se hereda, pero sí marca a quien se educó en ella.

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