Margarita Peña

Para mi hijo Federico (13 de marzo de 1969).

La Ciudad de México amaneció helada, gris, desierta. El 3 de octubre de 1968, cuando a eso de las nueve de la mañana conducía a mi hermana y a sus hijos al aeropuerto —rumbo a Estados Unidos, a Boston—, la Ciudad de México se veía como aterida, espantada; enrarecida por los olores de muerte de la tarde-noche anterior. Poquísima gente en las calles, atravesando apresuradamente, con miedo, la Avenida Chapultepec. Los transeúntes, silenciosos, huidizos sobre las banquetas; o alterados, hablando, gesticulando, refiriéndose sin duda a la matazón, al homicidio colectivo. Pude divisar, entre un semáforo y otro, a la China Mendoza. A esas horas todavía no se calibraba la magnitud de los hechos.

Me ubico un poco antes, in medias res, en Ciudad Universitaria, formando parte del contingente enorme que sale y avanza por Avenida Insurgentes, con Barros Sierra a la cabeza. Caminamos orgullosos siguiendo a nuestro rector; la gente, desde las aceras, vitoreando, aplaudiendo. Avanzo codo con codo con mis amigos de la Facultad de Filosofía y Letras hasta la calle de Félix Cuevas. Nos dominan la certeza de que nuestras peticiones son justas, el sentimiento de rebeldía ante un sistema represor y el ansia desaforada de que las cosas cambien. Cuando anochece regreso como puedo —con mi pancita de tres meses y medio de embarazo y dolor de piernas— a mi casa cercana a la Universidad desde donde, en las semanas siguientes, tomada Ciudad Universitaria por el ejército, presenciaré cómo el recinto del conocimiento y de la fraternidad intelectual se ha vuelto un cuartel. Me duele en el alma: mi Facultad invadida, los salones de clase convertidos virtualmente en letrinas. Alcira Sous Scafo, activista y poeta uruguaya, ha quedado encerrada en un cubículo en donde sobrevivirá apenas durante el tiempo de la ocupación. Se oye de la mañana a la noche a los mílites que, por los altavoces, transmiten órdenes. Vivo de cerca el estado de sitio. Albert Camus le habría llamado “L’État de siège”.

El Colegio de México, en donde curso el doctorado, se subleva, está en llamas. En el auditorio de la calle de Guanajuato los estudiantes se instalan en sesión permanente. Ricardo Valero, Roberto Gallaga, Julio Boltvinik, que será arrestado en la toma de Ciudad Universitaria, presiden, no sueltan el micrófono. Se le niega a Víctor Urquidi, intransigente director del Colmex, el uso de la palabra. Los estudiantes mandan. El Colegio ha dejado su lejanía elitista y se lanza a las calles, se compromete. En la Biblioteca de El Colegio, a puerta cerrada, se celebra un cóctel, el cóctel de clausura del Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. Afuera se escucha el ulular de las sirenas. Se mezclan la literatura, la erudición, la violencia y la ciudad ultrajada. En una de esas noches, seres oscuros balacean la fachada de El Colegio: Guanajuato 125.

Habrá otras marchas. La del Casco de Santo Tomás al Zócalo, la marcha del silencio. Universidad y Politécnico se reconcilian. También los de la Iberoamericana responden. Caminamos juntos, hay júbilo en el aire. Expectación… Los “colegianos” marchamos con nuestros “profes” Antonio Alatorre, Margit Frenk… En una palabra: nos concientizamos. Imponente, la marcha del silencio. Cerramos los labios, repudiamos el autoritarismo que cual Cronos, devorará a sus hijos en el escenario de Tlatelolco: “¿Que cómo, que porqué?, gritan los estudiantes. “Porque lo digo yo”, responden los gorilas. Y zas, te matan. Se mueren los estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas.

Con mi hijo nonato y la orden del médico de “no andar en desfiles” me limito a presenciar, desde la banqueta, las marchas siguientes y a gritar “vivas” a los manifestantes. Reconozco a muchos: Roberto Escudero, Luis González de Alba, Raúl Álvarez Garín, Martín Dosal, Laura Oseguera, Selma Beraud, Paz Cervantes (mis amigas del alma). En reuniones “chez Selma”, rodeamos a José Revueltas, que pontifica, conversa y se deja querer. Reina un ambiente de aparente júbilo, de tensión mal disimulada. Presentimos quizá la catástrofe próxima; el luto humano.

La mañana de Tlatelolco, los del Colmex nos reunimos para planear la presencia en la manifestación. Asisto a la cita por solidaridad, estoy con ellos. Sin sospechar lo que vendrá se forman contingentes. Luego, en la noche, en la explanada todo será confusión y caos. Jorge Aguilar Mora, Carmen Delia Valadés, Elizabeth Velázquez, mis compañeros de banca de El Colegio, son detenidos. A su lado, corren hilitos de sangre entre las piedras. No los mataron de milagro. Todo el mundo huye a la desbandada, sálvese quien pueda. Mi teléfono es un conmutador. Héctor Valdés, de la Facultad, me llama desde una tintorería: está a salvo; David Ramón me cuenta, casi entre sollozos, lo que sucedió: los líderes peroraban desde arriba; el Batallón Olimpia, las luces de colores; empezaron los disparos. A Luis Prieto lo perdieron de vista. No localizaron a Monsiváis. Es la pura desolación.

Posteriormente a la tarde-noche de Tlatelolco, algunos de los del Colmex recorreremos la ciudad haciendo encuestas. Me toca ir a Tláhuac y a Anzures. Tláhuac: historias de muchachos desaparecidos y zapatos tirados, olvidados; en Anzures, pa’ pronto, “la señora no está…”. Ni se han enterado ni les importa…

Para varios, los años que siguieron significaron cárcel y exilio: Lecumberri. La crujía correspondiente, las lecturas; la visita de las muchachas, los pavos —permitidos en Navidad y Año Nuevo— y luego, Sudamérica, Chile. Ocultarse en donde se pueda, con amigos, en pueblos pequeños como Tepoztlán. El 68 quedará tatuado en la piel de muchos. Se convierte en un parteaguas, en un antes y un después. La música: Beatles, Doors, las Supremas, Rolling Stones, los himnos del 68; Bob Dylan, Janis Joplin y Vietnam. Y también, ¿por qué no?, casarse, buscar trabajo, sentar cabeza, conformarse…

Pero los niños que nacieron por entonces, o pocos meses más tarde, serán, irremediablemente, “los hijos del 68”.