La explotación de los recursos energéticos ha sido uno de los puntos cruciales en el planeta para generar riqueza y poder; tras las bambalinas de muchas de las guerras se encuentra el apetito voraz por el petróleo; por eso, fue histórica la decisión del presidente Lázaro Cárdenas de expropiar esta industria el 18 de marzo de 1938.
Esta conquista libertaria quedó claramente establecida en el texto constitucional; el artículo 25 de la Constitución General de la República señala: “El sector público tendrá a su cargo, de manera exclusiva, las áreas estratégicas… manteniendo siempre el Gobierno Federal la propiedad y el control sobre los organismos que en su caso se establezcan”. A su vez, el artículo 28, al definir las áreas estratégicas establece: “No constituirán monopolios las funciones que el Estado ejerza de manera exclusiva en las siguientes áreas estratégicas: correos, telégrafos y radiotelegrafía; petróleo y los demás hidrocarburos; petroquímica básica…”
A mayor abundamiento, el artículo 27 manda: “tratándose del petróleo y de los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos, gaseosos, o de minerales radioactivos, no se otorgarán concesiones ni contratos, ni subsistirán los que en su caso se hayan otorgado, la Nación llevará a cabo la explotación de esos productos”.
Es evidente y clara la redacción constitucional sobre la propiedad plena y el absoluto dominio del petróleo por parte de la nación.
Desde hace mucho tiempo existe una corriente, interna y externa, que ha pretendido privatizar nuestra riqueza petrolera; se han presentado iniciativas privatizadoras en este gobierno, y existe una obsesión nacida desde el exterior de compartir la renta petrolera con la iniciativa privada. Por ello, se han emprendido campañas de desprestigio, muchas veces con razón, sobre la corrupción imperante en Pemex, pero se nos olvida que el Presupuesto de Egresos de la Federación ha dependido durante muchísimos años en más del 40% de los impuestos petroleros; es decir, con todos sus defectos, esa explotación es columna vertebral de la vida económica del país y ha permitido su desarrollo.
El pasado 20 de febrero se firmó un documento técnicamente complicado, poco claro en su redacción, en el que los Estados Unidos Mexicanos y los Estados Unidos de Norteamérica definen políticas de explotación en aguas transfronterizas; nunca se habla del gobierno en el convenio, por lo tanto, suponemos que es el Estado nacional y éste no solamente está representado por el Poder Ejecutivo federal, quizá por ello han enviado este documento el día 28 de los corrientes al Senado de la República.
No entendemos la razón de este envío; si se trata de una opinión del Senado, con base en la fracción I del artículo 76, es correcto, en su facultad de conocer y revisar la política exterior; pero si se pretende que este convenio se convierta en lo que los artículos 76 fracción I y 133 ordenan para la celebración de tratados, definitivamente es un grave error constitucional, ya que este documento de ninguna manera constituye un tratado y, por lo tanto, ratificarlo por el Senado podría llevarnos a la grave consecuencia de que se convierta, como lo señala la carta magna, en ley suprema de toda la Unión.
En este documento se señalan las reglas de operación de esta explotación petrolera y se transfieren las facultades de decisión a órganos no nacionales; se establece una “autoridad ejecutiva”, que no entendemos si se trata, para México, de la Secretaría de Relaciones Exteriores, de la Secretaría de Energía o de Petróleos Mexicanos, simplemente así se establece; se estipula que se nombrarán licenciatarios y expertos, y más aún, se deja todo en manos de la “resolución de expertos”. ¿De qué nacionalidad?, no se sabe; es una serie de complicadas fórmulas administrativas que no le dejan claridad a nadie.
Se dijo que este convenio evitaría lo que se ha llamado “el efecto popote” pero tal parece que, en vez de evitarlo, lo legaliza, dadas las disparidades técnicas y económicas de los recursos de las empresas privadas trasnacionales que estarán involucradas, sin duda, en esta explotación de yacimientos transfronterizos.
Qué bueno que este documento, que no es un tratado, se haya mandado al Senado de la República quizá para tener una opinión jurídica y técnica, pero de ninguna manera tendría este órgano que aprobarlo como tratado; lo que sí puede es revisarlo minuciosamente, aunque ya hay varios legisladores que al parecer participaron en la elaboración de este galimatías.
Lo que nos preocupa a muchos mexicanos es que sea ésta una llave más que abra la compuerta de la entrega de la riqueza nacional a empresas extranjeras. Nuestro último reducto de independencia económica está en el petróleo; por ello, apelamos a la conciencia patriótica de los senadores, para que no den el visto bueno a este documento hasta que se perfeccione como algo más comprensible y más claro, desde el punto de vista jurídico y político.
Por supuesto, ya lo festejaron los presidentes Barack Obama y Felipe Calderón, pero todavía consideramos que hay mexicanos conocedores y de buena fe que defienden con gallardía este probable intento de agresión a la soberanía nacional.
Alfredo Ríos Camarena