Pável Granados

Claudia Morales es mi amiga, mi interlocutora, mi confidente, mi compañía en temas decimonónicos, pero sobre todo es un pequeño timbre y un foquito verde del Facebook en la pantalla de la computadora que me indica que me va a contar algo. Es el inicio de una sesión larga de chats que intercambian información, porque es asimismo una corresponsal en las vidas ajenas. Yo, también, me inmiscuyo en otras vidas para satisfacer su sed de conocimiento. Hemos repasado mil vidas, nos hemos contado lo más sustancioso de los otros, y los otros van desde hace cientos de años hasta el día de hoy. Porque la conversación es sustancia de la literatura y la vida va y viene de una hacia otra, y así se solucionan fácilmente años y años de teoría literaria. Yo le he dado buenas noticias, creo, y también malas. Lo mismo ella a mí. Hace mucho, yo platiqué por teléfono con Amparito Arozamena, para que me contara de Agustín Lara, pues habían sido amigos en los lejanos años treinta; luego, Claudia ha perseguido cada uno de los pasos que dio por esta vida doña Laura Méndez de Cuenca, la poetisa, la novelista, la novia de Manuel Acuña; y hace poco me dijo que doña Laura había criado a Amparito Arozamena, que esta última la recordaba de niña cuando la bañaba en una tina. Y las vidas y sus respectivas historias se van tejiendo, de una manera tan caprichosa que ni siquiera es literaria. La vida, lo dijo Dostoievski, no es literaria, es demasiado inverosímil para ser creída. Para narrar bien hay que mentir, porque si se cuenta tal como es todo resulta ridículo, inverosímil, mal planeado. No hay peor argumentista que la vida, ni peor secretaria ya que hace citas a ciegas todo el tiempo. A veces unas vidas no pasan de las anécdotas, y se quedan enmarañadas en la telaraña del chisme. A veces, pasan de ese terreno y se convierten en personajes de los escritores, frecuentemente dejan de ser “personas” para convertirse en personajes. Y los personajes tienen su propia vida, a costa de secar a la persona que les dio vida. Seguramente habrán pasado ante ustedes ahora mismo los espíritus de Emma Bovary, o de Odette de Crécy, personajes que provienen de la vida. La conversación es entonces una telaraña que exprime y mata la realidad, la araña que es el escritor sale de su rincón, feliz, se chupa los dedos, se acerca ante el prospecto, lo chupa, le arranca la vida, el soplo vital. En las telarañas de los escritores queda seca e inservible la realidad. ¿O creían ustedes que existía un interés más filantrópico en estas telarañas? Todo se sacrifica por la literatura. Ahora recuerdo que Patricia Highsmith decía que ella escribía de los seres humanos como las arañas de las moscas. Pero al morir, las personas siguen revoloteando, siempre y cuando esta araña haya exprimido correctamente su alma. Y esto que hago es una pequeña defensa del oficio de escritor. Ya que lo considero una especie de canibalismo sano, de oficina de torturas benéfica para el espíritu. Ya que la literatura le da de comer al prójimo, en su espíritu, debería de completar que nos nutrimos de espíritus ajenos.

Y de destinos. Me gusta la palabra destino. Y me gusta encontrarla en los cuentos de Claudia Morales. No sabía, antes de leer sus cuentos, la obsesión por los destinos paralelos, por esas vidas que viajan juntas y de pronto se separan para siempre, se da un corte repentino y se tiene que continuar en soledad, sin dejar de saber que hay una persona con la que estamos unidos a pesar nuestro, de una manera que pocas veces comprendemos. ¿Qué pasaría si en lugar de ser yo, hubiera sido tú? ¿Y ante esa personalidad que yo sería, la vida pasaría de otro modo? Y si yo hubiera sido el que se quedó, o el que se hubiera ido, o el que hubiera enfermado, o el que milagrosamente llegó… No importa, de todas maneras al volverse a encontrar –ya que en Primera respuesta de los corintios hay numerosas escenas de reencuentros– los dos habrán cambiado. Hay en todo este libro una sensación de extrañeza entre los personajes, entre el hermano que regresa y encuentra el destino de su hermano, de los antiguos amantes que vuelven a verse, de las cartas que nunca llegaron a tiempo, y hasta de Dido que conoce perfectamente su destino. ¿Cómo no va a saberlo si tantas veces y de maneras muy ilustres se ha contado? Por eso, llega un poco despeinada, fastidiada, a la cita con su destino. A la separación que la llevará a su suicidio. Hay un reflejo: una luz que proviene de un espejo, quizás frente al espejo esté uno mismo contemplándose, pero del otro lado no lo sabemos, qué habrá detrás del espejo, pocos lo cruzan, como Alicia, y ya se sabe que al acercarse se aleja cada vez más, y al correr regresa, y todo es bastante engorroso, acaba cansando a los protagonistas por más que los lectores se diviertan; uno regresa del lado del espejo sin haber aprendido nada, más que una lógica que no sirve para nada. Uno se ve en el espejo y aprende algo. Aprende que siempre se asoma alguien distinto. La literatura puede ser una especie de conocimiento, el problema es que no sabemos bien qué podemos aprender, sobre todo si la respuesta está profundamente encriptada en la pregunta. El secreto que guardamos está bastante bien a salvo de nosotros. Por suerte. No lo sabemos del todo. No lo saben los personajes, ya que no conocen las demás existencias narradas en el mismo libro en el que aparecen, no saben que de muchas maneras está contada su vida, en distintos borradores. Nosotros podemos poner un cuento frente a otro, y ver analogías, y saber que el destino es más o menos parecido, que esta forma de construir es más o menos como un sueño, con los mismos elementos puestos de maneras distintas y muchas veces sorprendentes. En muchos de estos cuentos: la enfermedad, el destino, el fracaso, la impotencia, la persecución de un sueño… Sólo que puestos en distintas formas y con distintas proporciones. En estos cuentos, hay además una técnica que parece también inspirada en los espejos, de pronto hay un cambio de narrador: y lo que vemos en un momento gracias a un narrador que lo sabe todo, cambia a otro que le explica a uno de los personajes algo que de todas maneras no podrá escuchar. Y así, todo es un ciego conduciendo a otro ciego, pues no sabemos si el narrador puede ver los destinos de sus personajes, si sabe a dónde los conduce. Esto último lo pregunto a todos los narradores, si sabrán a dónde dirigen a sus personajes, si no son ciegos a pesar de ser omniscientes.

El sueño es más o menos una constante; bueno, quizás me refiera más al símbolo aunque el sueño comparte la visión simbólica: que un elemento aparece por algo, barnizando poéticamente estos cuentos, como los recuerdos del travesti que idealiza un momento sucio y maloliente, el de un chico vomitándolo en su adolescencia, y él mismo, sucio, más adelante, cuando su vida se va ennegreciendo por el cigarro y por el destino. Las cartas que no salvan, la conciencia despierta de un personaje al cual no lo salva el conocimiento.

Pero todo se aprieta más en el cuento más complejo, con elementos de relojería, “El espejo de Amarilis”, que se titula como la novela de Laura Méndez de Cuenca, la novia de Manuel Acuña, la mujer que vivió hasta el siglo XX. Durante mucho tiempo, Claudia, la autora, la siguió, la persiguió a ella y a su obra. Buscó la edición de esa novela de 1902. Doña Laura ya estaba olvidada entonces; un día, cuando quisieron celebrarla los modernistas, por sus méritos y por su trayectoria, decidieron hacerle una cena… Pero el encargado de dar el discurso enfermó y no se presentó… Ninguno de los presentes, Amado Nervo, Enrique González Martínez y otros muchos, no tenían idea de qué había hecho su ilustre invitada. Nervo con dos o tres datos que le dijeron entonces, armó un discurso conmovedor que hizo llorar a doña Laura. Y todavía vivió más, sobrevivió a varios de aquellos que la homenajeaban por sus méritos olvidados, y llegó a tomar clases con Salvador Novo en Altos Estudios, y era ya una especie de heraldo del mundo muerto de los románticos. Y otro siglo más tarde, Claudia comenzó a buscarla, a desenterrar su vida y su obra, a estudiarla y a tratar de decirle que desde el lado de acá quiere seguir dialogando con ella. Y Claudia –el personaje– quiere conocer a la autora de otro libro llamado asimismo El espejo de Amarilis, y viaja a España en donde vive la hija de Ana Miranda Rico, la novelista. Antes de viajar, en el avión, recuerda la caja tirada de condones debajo de su cama, junto a un collar roto que no había podido componer… Vuela a España a conocer a la hija de su autora, y encuentra un odio entre madre e hija, un conflicto no resuelto, pero encuentra algo que ninguno de ellos sabe, pues sólo lo sabe la autora: que estos personajes repiten la vida de Laura Méndez de Cuenca. Ana Miranda hasta escribe una novela con el mismo nombre, pero no es siquiera un homenaje a Laura Méndez, es una historia que tiene su propia lógica, ya que Ana Miranda, al igual que la otra autora, tiene en su vientre al hijo de un suicida. El primero se llamó Manuel Acuña, el segundo Sileno Sepúlveda. ¿Y tiene Claudia –el personaje– en su vientre otro hijo como lo supone el reciclaje de historias que hace el destino? ¿Y morirá por su propia mano ese esposo con el que mantiene una relación distante, como se va revelando en el cuento? Claudia sale de la entrevista y compra un helado, tal como Ana Miranda a su hija, la que acaba de ser dejada en su casa, en su propia locura y en su propia decrepitud. La bola de helado cae al suelo, y se convierte en un símbolo. No sé bien de qué, quizás de la repetición del destino. Pero como sea, impregna de una gran poesía toda la narrativa de Claudia Morales.

Los personajes no terminan de entender su propia circunstancia. Yo mismo, no termino de entender las vidas de sus personajes, pues parecen aparecer de pronto en estos cuentos, de forma abrupta y accidental. Azarosa. No termino de entender a dónde los lleva el destino. No entiendo si la narradora lo sabe. Y éste es apenas un apunte sobre Claudia, a quien quiero y a quien admiro desde éste, su primero y magnífico primer libro.