La república laica


 Los hombres no son nada;

los principios lo son todo.

Benito Juárez

 

José Alfonso Suárez del Real y Aguilera

Una de las grandes lecciones de los fundadores del Estado laico, en particular de don Benito Juárez, fue demostrar el valor de la serenidad en la solución de los graves conflictos  a los que tuvieron que enfrentarse.

A pesar de la Guerra de Reforma y el activismo clerical en su contra, la serenidad liberal antepuso siempre la defensa de las libertades como principio, despreciando las pasiones desatadas por los hombres.

Esa paradigmática conducta se acredita a lo largo de todos y cada uno de los postulados de las leyes de Reforma, disposiciones alejadas de cualquier viso de animadversión o venganza a fin de cumplir cabalmente con la suprema obligación del Estado a favor de la libertad en todas sus acepciones.

Sin género de dudas, la prueba más fehaciente de esa conducta pública es la impecable redacción del artículo 1 de la Ley General de Cultos de 1860, cuya vigencia es irrefutable y a través de la cual se dispone la protección de las leyes del “ejercicio del culto católico y de los demás que se establezcan en el país, como la expresión y efecto de la libertad religiosa, que siendo un derecho natural del hombre, no puede tener más límite que el derecho y las exigencias del orden público”.

Esta trascendental disposición patentiza la serenidad de quienes a pesar de excomuniones y dicterios antepusieron su respeto a la libertad, en este caso a la religiosa, sin atisbos de venganza o encono, pasiones distractoras perjudiciales al principio de laicidad que proclamaron.

Lo vivido el pasado 14 de marzo en el recinto senatorial, en torno a la aprobación de los dictámenes de reforma a los artículos 24 y 40 constitucionales, desbordó los ánimos de los asistentes ante la inoportunidad de discutir un tema tan controvertido ¾como el de la libertad religiosa¾ ante la inminente visita de  Benedicto XVI a tierras mexicanas.

La insana premura por aprobar una reforma constitucional desaseada de origen, desplazó el impecable trabajo de la mesa redactora cuyo acucioso trabajo acotó y no dejó cabo suelto interpretativo en la exposición de motivos, sobre la reforma al artículo 24, enmendando con ello, el desastre legislativo generado en San Lázaro, y cuyas lamentables consecuencias sí eran un atentado a la laicidad del Estado al dar pábulo a una serie de contrarreformas que perfilaban el retorno a un estado confesional democrático, regido por la mayoría católica en detrimento de los otros cultos afincados en el país.

La apasionada reacción a la aprobación del nuevo texto del artículo 24 eclipsó la trascendental reforma al artículo 40, a través de la cual se reconoce como “voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, laica, federal”, declaración de primer orden dentro del texto constitucional pues, con ella se garantiza la preeminencia del Estado laico como resultante de la voluntad popular que lo aglutina.

Rescatar este avance sustantivo permitirá aquilatar el fortalecimiento del Estado laico gestado por los liberales del siglo XIX, pues con la reforma al artículo 40 se reconoce a la República Laica como principio constitucional, afianzando la máxima juarista de que “los principios lo son todo” y que el pacto social debe estar por encima de las pasiones humanas.