Patricia Gutiérrez-Otero
Acaba de pasar la Pascua. Al menos en la iglesia a la que acudí, la gente se reunió numerosa. Quizá las situaciones de crisis despiertan en la gente gestos de devoción para conjurar el mal y pedir la protección más alta.
La parroquia en la que viví los días de la pasión es de clase media. No pertenece a las élites ni a las comunidades de base. Es la iglesia a la que, Herminia, mi madre, acude. Aunque las celebraciones fueron sobrias, casi escuetas, la conciencia social del cristiano no tuvo lugar. Rectifico: la tuvo desde un sentido moral individual, pero no desde un sentido estructural social, nunca se cuestionó el papel ciudadano de los feligreses ni su deber de tomar parte en la polis. Es cierto que la ley no permite actos proselitistas… Pero, en este tipo de encuentros eclesiales, muchas iglesias tampoco permiten la participación activa y espontánea de los seglares quienes siguen relegados en el canto, la colecta, la preparación de las flores, la venta de veladoras, y, cuando mucho, en la distribución de la Eucaristía como Ministros Extraordinarios.
En lo que a mi experiencia respecta, en estos ambientes se reúne buena gente que se siente segura con su conciencia si en su matrimonio las cosas parecen funcionar, si dan limosna o se encargan de algún acto de caridad, si sus hijos e hijas no son drogadictos o prostitutas, si no estafan de manera descarada, si se visten decorosa y, hasta donde pueden, elegantemente… El sacerdote, hiperactivo, se dirige de tú a sus fieles, quienes le responden de usted. Parece que cada cosa está en su lugar. Los parroquianos participan según el rito y la regulación del día: “Siéntense, párense, de rodillas; canten, callen…”. Sin embargo, la devoción y hasta el amor por Jesucristo están ahí. Quizá ya no piensan ni saben que a su Dios lo crucificaron como a un criminal, como a un hereje judío, como a un traidor al César. El Jesús en cruz ya no nos hace cuestionarnos cómo adoramos a un ser que sufrió el peor castigo infligido por la élite judía y por el poder romano a sus enemigos. Reconozco que estos tres días pascuales tienen una gran parte de simbolismo, que para muchos no tiene sentido, pero que, sin embargo, en los católicos despiertan un sentido de piedad, solidaridad y ganas de ser mejores; sin embargo, sin un análisis profundo de la realidad, sin un contacto con el otro social que no es mi medio, no habrá mucha profundidad. La fe cristiana seguirá siendo un refugio para desvalidos —lo que no está mal: alguien, no recuerdo quién, un literato, dijo que la Iglesia es un hospital para pecadores—; pero, no siempre es un lugar donde los creyentes dejen de tomar leche y adquieran su estatura adulta, como dijo Pablo de Tarso. Crecer no es fácil, duele.
Termino diciendo que estos tres días no han dejado de recordarme a Javier Sicilia. Javier, como Jesús de Nazareth, no buscó alterar su entorno ni terminar con su rutina, sin embargo, la vida se lo pidió cuando murió su hijo, quien, según yo, que lo conocí desde los dos años, murió por ser un buen amigo. Sicilia, como Jesús, pudo decir que no aceptaba el reto, pero dijo que sí y dejó de tener vida propia, como ya no la tuvo el Nazareno: otros lo llevan y lo traen para seguir su vía crucis; él, que odia viajar, ya no tiene un lugar donde descansar, como Jesús, salvo de vez en cuando. Javier, finalmente, como Jesús, obedeció al momento debido, al kairos que se le presentó y al que aceptó.
Además opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, las comunidades autónomas, que se visibilice a las víctimas y se les respalde, que se tenga un plan integral de combate al crimen organizado, que se detengan los monopolios y las transnacionales…
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