Semejanzas y diferencias
José Elías Romero Apis
La situación delictiva mexicana en mucho se asemeja a un estado de rebelión. Desde luego, no me refiero al concepto jurídico que contempla la ley penal sino al significado político y cratológico de esa insurrección armada, violenta, extendida territorialmente, concurrida poblacionalmente, organizada funcionalmente, desafiante jerárquicamente, insolente mediáticamente e infiltrada gubernamentalmente.
No quisiera, no obstante, que mis comentarios incitaran a alguien a proponer el diseño de normas subgarantistas para hacer frente a la situación bajo el manido sofisma de que la Constitución es un estorbo para luchar contra el crimen.
Sin embargo, algún día tendremos que empezar a reconocer que nuestro país se encuentra sumergido en una crisis de poder, manifestada en el formato de la impotencia y la ingobernabilidad, así como embarrado en una crisis de justicia, expresada en la forma de inseguridad y de irresolución.
Esta relación entre poder y justicia puede sintetizarse en lo siguiente: hay quienes dicen que el gobernante ejerce un poder que proviene de las atribuciones que le confiere la ley. Es decir, que el poder político proviene de la potestad jurídica.
Por el contrario, hay quienes afirman que la fuerza efectiva de una ley proviene de la voluntad aplicativa que le imprime el gobernante. Es decir, que la vigencia jurídica proviene de la regencia política.
Pero podría agregarse que nada impide la posibilidad de que la relación sea simbiótica. Que el poder requiere de la ley para ser aceptado y la ley requiere del poder para ser aplicada.
Si esto es cierto, lo menos que puede exigírsele a un Estado, hoy en día, es que tenga un mínimo de gobernabilidad política para lograr el cumplimiento de la ley.
Quizá no se pueda exigir ni culpar a un Estado por no remitir la pobreza que él no instaló, por no ganar la guerra que él no provocó o por no superar el atraso que él no indujo. Pero es innegable que, por lo menos, está obligado a aplicar la ley que el propio Estado expidió.
Es muy duro decirlo, pero el gobernante que no puede ni siquiera poner en vigencia sus propias leyes está perdido. Quizá por eso, siguiendo un poco a Seymour Lipset, debemos considerar la conjunción de la legitimidad, la efectividad y la legalidad como el síndrome infalible e insuperable del estado puro de craticidad o estado perfecto de poder. Por el contrario, la ausencia de esos factores da por resultado el estado perfecto de impotencia política.
La lucha del Estado en contra del crimen en mucho se parece a una guerra, pero no son iguales, y resulta de vital importancia el tener en consideración sus naturalezas y sus especificidades. Por eso no debiera conceptualizarse bajo una perspectiva militar sino bajo una óptica política.
Ambas contiendas tienen apariencias similares pero naturalezas distintas. En ambas participan las pistolas. En ambas hay muertos. Y en ambas algo se encuentra en disputa. Hasta allí sus semejanzas.
Pero sus diferencias comienzan por lo que tiene que ver con los sujetos. En la guerra el enemigo y el aliado están identificados mientras que en la batalla contra el crimen no siempre se sabe quién está de nuestro lado y quién está en contra nuestra.
Una segunda diferencia consiste en que en la guerra suele haber objetivos específicos, mientras que la lucha contra el crimen no los tiene.
Una tercera diferencia se origina en los tiempos. Las guerras terminan. Pero la lucha contra el crimen, sobre todo el organizado, nunca termina y es eterna. Siempre existirán los carteles. Esa es una mala noticia. Pero tampoco desaparecerán las procuradurías. Ese es el lado bueno del asunto.
Mucho menos pensar en una deserción irracional en forma de narcolegalización. ¿También legalizarían el robo, la violación, el secuestro y el homicidio? Hay que recordar que una casa hipotecada no se salva quemándola.
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