Tónica calderonista

Raúl Jiménez Vázquez

La intervención directa del presidente Calderón en el asunto de la ciudadana francesa Florence Cassez permanecerá en el registro de la historia como un suceso claramente violatorio del principio constitucional de la división de poderes, así como de otras decisiones políticas fundamentales recogidas en la carta suprema de los mexicanos.

Este reprochable comportamiento ocurrió durante la lectura de un discurso en la ciudad de Papantla, Veracruz, a unas horas de que se analizara el proyecto de sentencia correspondiente al amparo directo en revisión promovido por la supuesta integrante de una banda de secuestradores. Ahí Calderón dirigió una severa dosis de presión política hacia la Suprema Corte de Justicia de la Nación; en su diatriba mediática delineó la forma en que, a su juicio, debería resolverse este caso e implícitamente tildó a los supremos togados de ser responsables de la impunidad y la falta de seguridad que aqueja a la nación. Ello produjo el virtual arrinconamiento de los ministros de la Primera Sala, quienes dividieron su voto y postergaron la emisión del fallo.

Tan enérgicas palabras no fueron un ejercicio meramente retórico sobre el modo en que han de abordarse y resolverse expedientes judiciales de esta índole. Presumiblemente, la inusitada actitud presidencial estuvo nutrida del deseo de proteger al actual secretario de Seguridad Pública Federal, Genaro García Luna, y al equipo bajo su mando que realizó el montaje de un show televisivo en el rancho Las Chinitas.

Es decir, la figura y la fuerza inherentes al Ejecutivo federal fueron utilizadas para propósitos particulares o ajenos a las funciones de orden público previstas en la normatividad constitucional. Esta irregularidad tiene nombre y apellido: se le conoce lisa y llanamente como “desvío de poder”, concepto hecho valer en su oportunidad por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a fin de obligar al Estado mexicano a poner en libertad incondicional al general José Francisco Gallardo, caracterizándola como el uso de potestades públicas con vistas a la consecución de objetivos distintos a los fines propios del orden jurídico.

El desvío de poder ha sido la tónica del régimen calderonista, bastando unos cuantos ejemplos para demostrar la validez de este aserto. El primero, la guerra antinarco, con su trágica cauda de más de 60 mil vidas humanas sacrificadas, más de 10 mil desaparecidos y más de 250 mil personas desplazadas de sus lugares de origen; de la que, ahora se sabe, fue emprendida por el gobierno panista en aras de superar el enorme déficit de legitimación política resultante del controvertido proceso electoral del 2006.

Otra muestra es el “michoacanazo”, en el que los servidores públicos locales fueron detenidos, exhibidos, vilipendiados, arraigados, acusados, procesados y privados de su libertad personal sin que hubiese elementos comprobatorios del cuerpo del delito y la presunta responsabilidad. El leitmotiv, la causa primigenia del anómalo proceder, estribó en dar un golpe mediático con la pretensión de obtener una  ganancia político electoral.

En el sonado acontecimiento de Luz y Fuerza del Centro también se incurrió en esta grave patología política y jurídica. La forma fascistoide en que se llevó a cabo la ejecución sumaria del decreto de extinción, aunada a  los hechos acaecidos tras la toma de las instalaciones, pusieron de manifiesto que las atribuciones legales fueron usadas para alcanzar metas totalmente opuestas al interés general, como castigar y estigmatizar al Sindicato Mexicano de Electricistas, un gremio que se ha caracterizado por su capacidad de oposición y su afinidad con diferentes movimientos sociales contrarios al neoliberalismo; facilitar la presencia de inversionistas privados en un área estratégica de la economía nacional en la que sólo el Estado puede participar; y  permitir el usufructo de los más de 23 mil kilómetros de cableado de fibra óptica.

Tampoco puede ignorarse aquella transmisión en red nacional desde Los Pinos destinada a difundir los supuestos logros en materia de seguridad, la cual fue declarada ilegal por el Consejo General del IFE en virtud de que se violentó la veda electoral, se materializaron actos de proselitismo y se indujo al voto ciudadano, transgrediéndose  la prohibición contenida en el artículo 41 de la Constitución General de la República.

Otro uso abusivo y desviado de la investidura presidencial es la declaración hecha en la sede de la Concanaco en el sentido de que algunas encuestas ubicaban a la candidata blanquiazul, Josefina Vázquez Mota, ligeramente abajo de la posición en la que se encontraba Enrique Peña Nieto.

¡Y qué decir de la inmunidad otorgada al ex presidente Ernesto Zedillo dentro del oficio dirigido por la Cancillería al Departamento de Estado de los Estados Unidos! Más que brindar un salvavidas al priista para que enfrente airosamente la demanda enderezada en su contra ante una corte federal de Connecticut por algunos de los sobrevivientes de la atroz matanza de Acteal, el cometido esencial de esta medida internacional tiene que ver con el establecimiento de un precedente jurídico del cual eventualmente Felipe Calderón podría echar mano en el futuro si ello fuere necesario, a efecto de neutralizar posibles denuncias ante la justicia norteamericana.

El riesgo del surgimiento de nuevos casos de desvío de poder es tangible. Calderón está obsesionado con la idea de que la banda presidencial siga en manos de su partido. La tentación de hacer uso ilegítimo del poder del Estado para interferir en los comicios del próximo mes de julio, incluso por la vía de la criminalización de los opositores políticos, está a flor de piel.