Carlos Guevara Meza

Una de las consecuencias (no tan inesperadas) de la caída del dictador Muamar Gadafi ha sido la salida de Libia de miles de mercenarios que trabajaban para él, muchos de ellos pertenecientes a las tribus nómadas del Sahara y el Sahel (la región limítrofe entre la zona desértica y la de las sabanas en África), con armas, municiones y gran experiencia militar.

Algunos de ellos regresaron al norte de Mali y se integraron a la rebelión en curso encabezada por la etnia tuareg (el Movimiento Nacional de Liberación de Azawad) y grupos árabes islamistas (Ansar el Din) para declarar la independencia de esa zona del país, que ellos llaman Azawad. La rebelión también se benefició del incremento en el comercio de armas y municiones, en una zona que de por sí ya era históricamente área privilegiada para el contrabando de este tipo.

El refuerzo permitió a los rebeldes cobrar una fuerza inusitada, al grado de que el ejército de Mali, mal armado y pertrechado, dio un golpe de estado para derrocar al presidente Amadou Toumani Touré, a pesar de que su periodo estaba en días de terminar y de hecho ya estaban convocadas las elecciones, en su desesperación por las continuas derrotas sufridas a manos de los rebeldes.

La comunidad internacional se opuso terminantemente al golpe, en particular los países vecinos agrupados en la Comunidad de Estados de África Occidental (CEDEAO) que de inmediato impusieron un embargo económico brutal (Mali no tiene salida al mar y todo su comercio debe realizarse a través de sus vecinos, principalmente Costa de Marfil que cerró sus fronteras totalmente).

La deteriorada situación económica, ya de por sí magra, y el desconcierto por el golpe pues los militares no lograron apresar al presidente que entonces retuvo formalmente el cargo, fue aprovechado por los rebeldes del norte que lograron tomar las principales ciudades de la zona (Gao, Kidal y la famosa Tombuctú), declarar la “liberación de la ocupación” de Azawad y dar por “terminada” la guerra.

Bajo esta presión, los golpistas cedieron, y acordaron restaurar el orden constitucional bajo ciertas condiciones: la renuncia del presidente Touré y la declaración de que el país se mantendría unido (es decir, que se recuperaría Azawad a cualquier costo).

Los negociadores internacionales lograron el acuerdo: el presidente presentó su renuncia y se nombró en el cargo de manera interina al ex presidente del congreso, que de inmediato declaró a los medios que si los rebeldes tuareg y los milicianos islamistas no se rendían se les haría la “guerra total e implacable”, pero el nuevo mandatario tiene la obligación de convocar a elecciones en un plazo de 40 días (que se vencen por estas fechas), de manera que tiene poco tiempo para cumplir sus compromisos.

Pero más allá de la restauración del orden constitucional, el problema es que, entre la sequía que azota la región de manera brutal y la guerra que ha generado decenas de miles de desplazados y refugiados, los habitantes de Mali, y en particular del norte, están al borde de la hambruna y de una crisis humanitaria sin precedentes, mientras la comunidad internacional, particularmente Europa y Estados Unidos, se concentran en sus propios procesos electorales y en su propia crisis.