Patadas al pesebre
Raúl Jiménez Vázquez
Desde la época del derecho romano y hasta finales del siglo XIX la propiedad privada era conceptualizada en forma totalmente individualista, imbuida de un dominio absoluto e irrevocable; era el derecho de disponer, disfrutar y abusar de los bienes sin limitación alguna. Así, las leyes expedidas por el régimen de Porfirio Díaz en materia petrolera disponían que el dueño del suelo lo era automáticamente del subsuelo y de todos los hidrocarburos yacentes en el mismo.
Dicho paradigma fue demolido durante la primera década del siguiente siglo a raíz de los novedosos y vigorosos planteamientos formulados por el jurista francés León Duguit, quien atribuyó a la propiedad una función eminentemente social, significando con ello que, además de atender sus propias necesidades, el propietario está obligado a usar sus bienes teniendo presente el imperativo de la satisfacción de las necesidades de la colectividad.
La teoría de la propiedad-función-social tuvo una fuerte penetración en el plano internacional, por ejemplo en el artículo 21 la Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocida también como Pacto de San José, se previene que la ley puede subordinar el uso y goce de los bienes al interés social y por tanto es posible afectar los derechos del propietario cuando existan razones de utilidad que así lo justifiquen, siempre y cuando medie el pago de la justa indemnización.
En nuestro artículo 27 constitucional, uno de los pilares majestuosos del constitucionalismo social, se consigna que el dominio originario de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional corresponde a la nación y que ésta tiene el derecho de transmitirlo a lo particulares, constituyéndose la propiedad privada.
De acuerdo con este principio emanado del Congreso Constituyente de 1917, la propiedad privada tiene su matriz jurídica en los derechos inherentes a la nación y por tal razón el interés general debe prevalecer sobre los intereses particulares. Las razones vertidas por el ilustre diputado constituyente de origen poblano Pastor Rouaix en el libro Génesis de los artículos 27 y 123 de la Constitución Política de 1917 no dejan lugar a dudas acerca de este señalamiento.
Ello explica por qué en la Carta Magna se faculta al Estado para imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público y realizar expropiaciones por causa de utilidad pública mediante indemnización. Ambas instituciones no son ajenas a la práctica imperante en el ámbito supranacional, pues se encuentran reconocidas en los sistemas normativos existentes en los países del hemisferio occidental, incluyendo a Estados Unidos.
La expropiación, pues, está investida de una indiscutible legitimidad filosófica, jurídica, política y social. En modo alguno se trata de un acto intrínsecamente abusivo, arbitrario o caprichoso, encuadrable en la máxima latina que reza: sic volo, sic jubeo, sic ratione voluntas (así lo quiero, así lo ordeno, sirva mi voluntad de única razón”).
Debido a lo anterior resulta a todas luces inaudito e inexplicable el repudio que Calderón mostró hacia esta figura propia del derecho nacional y del derecho internacional, tanto en la Cumbre de las Américas como inmediatamente después de haberse difundido la noticia sobre las determinaciones adoptadas por el gobierno argentino respecto a la empresa Repsol, equiparándola a una acción propia de gobiernos autoritarios.
Su actitud refleja un clarísimo desdén en relación a una de las decisiones políticas fundamentales consagradas en la Ley Suprema; evidencia también un franco menosprecio a las decisiones soberanas instrumentadas por el pueblo de México mediante el ejercicio de la facultad de expropiación, cuyo emblema indiscutible es la histórica nacionalización de la industria petrolera efectuada por el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas.
Si tales expresiones no tienen atenuante alguna, tampoco la tienen los conjuros contra la expropiación que hicieron algunos de los candidatos presidenciales, quienes de esta forma están renunciando anticipadamente a una atribución en la que se condensa la preminencia de lo público sobre lo privado y cuya derogación sólo puede provenir de un nuevo congreso constituyente.
De haberse tomado el tiempo necesario para reposar el pensamiento, meditar y sopesar detenidamente sus palabras, se habrían visto reflejados en el espejo de la presidenta Cristina Fernández. En su momento, ella y su marido, Néstor Kirchner, votaron a favor de la ley que privatizó la empresa pública Yacimientos Petrolíferos Fiscales y concentró el control de los hidrocarburos en manos de Repsol. Es ante la falta de inversiones de la empresa española, la caída de la producción y la necesidad de garantizar el autoabastecimiento de los combustibles, que la ahora primera mandataria se ve obligada a revertir la medida privatizadora a través de la institución jurídica de la expropiación.
La experiencia argentina pone en perspectiva, por un lado, que las realidades políticas son siempre cambiantes, y por el otro, que en éstos y otros menesteres constitucionales lo adecuado, lo sensato, es proceder con extrema cautela, caminar con pies de plomo y no darle patadas al pesebre.
