Carlos Olivares Baró

Los poetas tienen el corazón de violín: la sangre frota el péndulo de sus contracciones y del pecho brotan milongas, valses, sones, huapangos, himnos, madrigales, coplas y boleros. Los poetas atemperan las cenizas de los cotos y se tragan el polvo de las rondas desérticas del mundo. Los poetas presagian la mordedura y mastican verduras entibiadas en la noche de luna grande y en los mediodías de siestas abrasadoras y columpio de insulto en los meridianos de la vida. Conocí a Juan Gelman (Buenos Aires, 1930) una tarde anochecida de abril en la década de los ochenta, de sus ojos un ciruelo manchó con pulpa y ventolera en vuelcos de sílabas, mi destino de lector de poesía. Cuando leí Com / Posiciones (París, 1984-1985), y tropecé, caí boca abajo, colmado por la dureza del diluvio de imágenes a la intemperie “de dulcísimas sombras / me sacaste / a la luz de tu luz / celebraré el instante de mi pacto / mañana / conoceré los rojos de un ocaso sangriento/”, supe que la poesía es un ánimo de sed y humo que se anida en el vientre de una cólera caliza: vendimia de convulsiones: clavijas en los subterráneos ríos del dolor. Me pasó lo mismo cuando fui arrojado a la riada de la soledad de los noventa rumiando aquellos versos suyos de Incompletamente (Ciudad de México, 1993-1995) que me cobijaron “En el filo de la belleza que / corta la vida / la devuelve / a su no ser / la vida / grita el no ser de la belleza/”. En la primera anochecida, la de abril de los ochenta, recuerdo que me susurró algo así como que “si tanta luz o intensidad de amor / no pertenece o cabe aquí o necesita / otro mundo ¿Cuál es la realidad?”. Me firmó la cartilla de sus coplas que llevaba bajo el brazo y me sucumbí perenne en el “bello amor humano / imperfecto perfecto como una madre oscura” de los versículos de sus pliegos remolinos: de sus salmos abrigantes: de sus estrofas y endechas: matojos atribulados por la fiebre del deseo.

Poesía Reunida (Fondo de Cultura Económica, 2011) presenta el trabajo lírico de Juan Gelman: de Violín y otras cuestiones (1956) a El emperrado corazón amorra (Ciudad de México, 2010). Cincuenta y siete años de oficio modelado en los fondeaderos de la palabra en veintinueve cuadernos de jubiloso oleaje por nombres, designios, avatares, mudanzas, vuelcos, aguaceros, insomnios, desventuras, ilusiones y cosechas.

Hay que entrar al cosmos de Gelman con los ojos bien abiertos y los oídos en vigilia sonrojada para acopiarlo todo, para beberlo todo, masticarlo todo: carcomer el limo y besar las concurrencias. Quien no tenga anhelo que no se asome por estos dos tomos de mil cuatrocientos pliegos de crepitaciones nocturnas y mareas de erizadas sinuosidades lingüísticas. La poesía es un cadejo en el que nunca “¡están muertos los pájaros / de nuestros besos / están muertos los besos / los pájaros vuelan el verde olvidar!” de la ponzoña del pez que aflora moribundo por el borbotón espumeante de la sal.

Enunciación barroca con tonalidades de Quevedo, Góngora y Sor Juana. El tiempo: “duración de lo que cesa”; el paisaje, una apariencia: “si árboles fueran y no tristes / remiendo del pasado. / Si el asiento donde se sientan / fuera borrasca que los borra”. Ondulaciones metafísicas en arrobados redimes de expulsión y desamparo: “la congoja me abraza / ¿estoy uncido / a vos / para que are / mi soledad / la ropa raída de mi alma?”. Cesar Vallejo lo custodia montado en un caballo de bríos indomables: montura, arreo y espuelas tienen soles irredentos en los diseños. Gravas y pedruscos pisa el rocín y el poeta argentino grita “El poema, en estado / de fragilidad o de furia, deja / caer su sombra sobre el mundo / y lo desplaza / a pájaros errantes” que los ojos de la lluvia chorrean en la pausa.

“La poesía sirve para nombrar lo indecible y enriquecer al ser humano”, ha dicho el Premio Cervantes, 2007. Trasponer estas páginas es sumergirse en “la dulce creencia de la ternura” hirsuta del lenguaje. El murmullo iracundo del poeta argentino corteja el silencio de nuestro desamparo por el mundo.