Anchuroso camino para la verdad

Raúl Jiménez Vázquez

Históricamente, las víctimas han sido siempre el gran convidado de piedra dentro del derecho mexicano; vacío normativo que arrancó en 1917 con la promulgación de la Carta Magna, prolongándose a lo largo de muchas décadas, y que empezó a ser subsanado hasta el año 1993, cuando en el artículo 20 constitucional se estableció que en todo proceso penal la víctima u ofendido tendrá derecho a recibir asesoría jurídica, a que se le satisfaga la reparación del daño y a que se le preste atención médica de urgencia cuando así se requiera.

Un segundo cambio jurídico ocurrió en el año 2000 con vistas a consagrar en el artículo 21 constitucional el derecho de las víctimas a impugnar por la vía jurisdiccional las resoluciones del ministerio público sobre el no ejercicio y el desistimiento de la acción penal, lo que a su vez aparejó la necesidad de introducir una modificación simétrica en el texto del artículo 10 de la Ley de Amparo.

Posteriormente, en el 2008, el Constituyente Permanente otorgó a los ofendidos otros derechos alusivos a la coadyuvancia con el ministerio público, el resguardo de datos, la protección personal, la promoción de medidas cautelares, la impugnación ante autoridad judicial de las omisiones en la investigación de los delitos y de las resoluciones de reserva, no ejercicio, desistimiento de la acción penal o suspensión del procedimiento cuando no esté satisfecha la reparación del daño.

Más recientemente, por virtud de la reforma constitucional de junio del 2011, todas las autoridades están obligadas a promover, respetar y proteger los derechos humanos reconocidos en los tratados internacional suscritos por el Estado mexicano, lo que hizo necesario dirigir la mirada hacia la normatividad supranacional aplicable a la materia.

La protección de las víctimas ha sido un tema con fuerte presencia en el derecho internacional, de lo que dan cuenta distintos instrumentos expedidos por la ONU: la Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las víctimas de delitos y del abuso de poder; los Principios y Directrices sobre el derecho de las víctimas de violaciones de normas internacionales de derechos humanos y del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones; y el Conjunto de Principios para la protección y la promoción de los derechos humanos y la lucha contra la impunidad, cuya autoría se debe al relator Louis Joinet.

Afortunadamente, el paradigma internacional ya fue trasvasado al ámbito nacional con la reciente aprobación de la Ley General de Víctimas, la cual ha de ser considerada  como un genuino hito, el puntal de una verdadera revolución jurídica. Las víctimas de delitos y violaciones a los derechos humanos cuentan ahora con una protección acorde a los estándares imperantes en los países del primer mundo; gozan de numerosos e inéditos derechos regidos por el principio vertebral de integralidad, indivisibilidad e interdependencia; los que se extienden más allá del campo meramente punitivo y se proyectan literalmente sobre la totalidad de las áreas ejercitantes del poder gubernamental.

Todos sus apartados revisten una enorme trascendencia; empero, sin lugar a dudas sobresale el reconocimiento del derecho a la verdad, el derecho a la justicia y el derecho a la reparación integral, que incluye las reparaciones honoríficas y las compensaciones por la alteración del proyecto de vida. En relación al primero, la Ley en comento dispone lo siguiente en su porción más significativa: I) las víctimas, sus familiares y la sociedad en general tienen derecho a conocer y participar activamente en la búsqueda de la verdad, así como tener información sobre las condiciones, pautas o patrones de las violaciones sistemáticas o generalizadas de los derechos humanos, la historia del contexto social y político en que se produjeron las transgresiones y la identificación de los responsables individuales e institucionales; II) las autoridades están obligadas a la preservación de los archivos relativos a los ataques a los derechos humanos y a garantizar el acceso a los mismos.

Ciertamente, del principio de la irretroactividad de las leyes se deduce que éstas surten  efectos hacia el futuro; sin embargo, dicha restricción opera únicamente cuando la aplicación a hechos del pasado causa perjuicios al gobernado, no cuando lo beneficia. Por consiguiente, no existe algún impedimento constitucional para que los mandatos emanados de este excepcional ordenamiento legislativo puedan ser aplicados retroactivamente en favor de quienes sufrieron las graves vulneraciones a los derechos humanos perpetradas en los años anteriores.

Así pues, de manera totalmente inesperada se ha abierto un anchuroso camino por el que podrían transitar la verdad, la justicia, la reivindicación de las víctimas y el arduo proceso de cierre de las hondas heridas humanas y colectivas abiertas a raíz de la masacre estudiantil del 2 de octubre de 1968, la matanza del 10 de junio de 1971, la guerra sucia emprendida contra los grupos guerrilleros y otros opositores al régimen, las catástrofes de Acteal, Aguas Blancas, El Charco, El Bosque y otras más que continúan estando presentes en el imaginario colectivo.

Naturalmente, de ese denso universo de pasivos sangrientos sería imposible excluir la guerra antinarco y su trágica secuela de 60 mil muertos, 15 mil desaparecidos, 50 mil huérfanos y 250 mil desplazados.