Hace diez años depusieron —efímeramente— a Hugo Chávez

Humberto Guzmán

El 11 de abril pasado se conmemoraron en Venezuela diez años del golpe de Estado contra Hugo Chávez. Yo me encontraba en Caracas aquel día de 2002, gracias a un convenio entre el FONCA y esa nación. La había preferido a Bogotá, debido a las acciones terroristas de las FARC. Chávez me había llamado la atención por su peculiar manera de hablar en público. Por un lado, le había ganado adeptos y por el otro se los había restado.

Creo que un líder es en cierto modo un ególatra, indispensable para sostener su imagen ante sus seguidores y detractores. (Pero a algunos se les nota más.) Debe creer en sí mismo a tal grado que lo proyecta a los otros. Los preparadores de imagen lo saben.

En Caracas pude ver por la vieja televisión de mi cuarto de hotel algunos de los interminables discursos que practica. Atrae la atención hacia su persona, más que a su país.

A unos ha convencido, como a un actor y un cineasta de Hollywood —entre estrellas se entienden—; a otros no, al contrario. Los discursos son platicaditos, personales, con ese acento tan marcado, pero impositivos: regaña, amenaza a sus oponentes. Paternal o dictatorial, se me ocurrió entonces.

No obstante, en esas fechas se libraba una lucha feroz entre él y los medios de comunicación que se resistían a sus condiciones. “¡Esos medios son inmorales!”, tronaba Chávez. No sólo eran aquellos sino también los gerentes y parte de los trabajadores de PDVSA (Petróleos), la CTV y la FEDECAMARAS, entre otros.

Observé desfilar nutridas manifestaciones en su contra. También otras, menos, que coreaban a su favor. (Ante una de éstas, un señor exclamó no muy lejos de mí, “¡pero si son puros descamisados!” Usó el término argentino de los peronistas.)

En una concentración en la plaza Francia, a la que asistí, de pronto se interrumpieron las intervenciones de los oradores para anunciar que en ese momento Chávez estaba echando pestes contra los medios venezolanos en la televisión mexicana, durante la Cumbre de Monterrey. El canal 8, del gobierno, repetiría sus palabras.

En la librería de la estación de metro Altamira, frente a mi hotel que no era el Four Seasons, se exhibía en el aparador el título: Hugo Chávez: con Bolívar y el pueblo, nace un nuevo proyecto latinoamericano, de Heinz Dieterich. En una céntrica parada de autobús me encontré con uno de los muchos carteles que había, con una imagen de colección, en la técnica que yo creía prehistórica del “realismo socialista”. Decía a grandes caracteres: “Con un pasado heroico, un futuro glorioso”. Dominaban los rostros de Bolívar y el de Chávez: joven, retocado, blanqueado, chapeado, sonriente, con la boina roja, la camisola camuflada y la mirada dirigida al cielo. La bandera nacional ondeaba en las manos de un joven trabajador seguido por otros similares. Me hizo recordar Un mundo feliz, de Huxley.

Sin embargo, la lucha era de toma y daca. Se notaba la oposición. Todavía no estaba todo perdido. Le criticaban su férrea admiración por Fidel Castro. Con el paso de los años, esa dependencia mutua (no sólo en lo económico, sino en el dogma), mantendría unidos a ambos líderes. Al momento de redactar esta crónica, Chávez es defendido en la isla en su batalla más atroz. Aunque ha declarado: “¡Este cáncer no podrá con Chávez tampoco!”.

Por eso lo recuerdo en la pantalla de la vieja televisión, rollizo, vestido de pants y tenis, la chamarra roja y en la espalda su nombre en grande, como un beisbolista, un “pelotero”, entre sus fans que lo vitoreaban a su paso. Era su campeón. Las televisoras pasaban una cinta que decía: “…cadena impuesta por el Poder Ejecutivo…, abuso de poder…, según el art. 192 de la Ley Orgánica de Telecomunicaciones”. “¡El paro fue un fracaso!”, gritaba Chávez en una mitad de la pantalla y en la otra corrían ríos de manifestantes: “¡Chávez, estás ponchao!”.

En octubre de este año serán las elecciones, “¡la batalla de Carabobo!”,  en las que, vaticina, va a ganar otro periodo de gobierno. Hasta el 2021, como prometió en aquellos días. (En 1998 se hizo del poder.) Hoy considera una fecha mayor. Está seguro que su pueblo sin él iría a la deriva, por eso suplica públicamente que Dios le conceda vida, “aunque sea dolorosa”, “porque todavía me quedan cosas por hacer por este pueblo”.

Después del 11 de abril de 2002, me pareció que el golpe de Estado había sido una representación teatral. Se resolvió en 48 horas, con un contragolpe que reintegró a Chávez al poder. Salió fortalecido: declamando un poemita que había escrito durante las horas de cautiverio. Lo recuerdo hablando en un tono que quería ser conciliatorio, mientras corría un cintillo azul por lo bajo de la destartalada televisión: “En este momento francotiradores están disparando a los manifestantes desde las azoteas”.