En Los Cabos, otra vez, el G-20
José Elías Romero Apis
Otra vez, ahora en Los Cabos, se abrirán expectativas y hasta esperanzas. Pero, otra vez, se despertarán dudas, se adelantarán advertencias, se abrirán interrogantes y se instalarán temores. Porque han sido tantas las ocasiones en que los ricos han dicho estar preocupados por los pobres y han sido tan pocas las ocasiones en que realmente lo han estado que a ningún foro de esta naturaleza podría concedérsele una apuesta sería.
Podría quedar en claro, una vez más, que para los ricos los pueblos pobres lo somos porque somos flojos, porque somos tontos y porque somos rateros. Que, además, dadas esas causas no sólo se explica que seamos pobres sino que, por añadidura, que eso es lo que nos merecemos ser.
En sentido contrario, se explica que ellos sean ricos porque son trabajadores, porque son inteligentes y porque son honestos. Por esas mismas razones, resulta que se merecen su riqueza, su opulencia y su bienestar.
De allí se desprende una segunda falacia. Sus éxitos provienen de sus virtudes. Luego entonces, los ricos son buenos y los pobres somos malos. Esa es la quintaesencia de la soberbia, de donde se desprende que los buenos son y deben ser superiores a los malos y, por lo tanto, deben tener poder sobre ellos.
Es esta una visión inaceptable de la especie, que divide a los hombres en dos grandes grupos. Por una parte sajones y arios, alhajero de riquezas morales y, por la otra latinos, árabes, asiáticos y africanos, depósitos ambulantes de inmundicia y de porquería.
Me resisto a aceptar, junto con esa visión de la especie, esa interpretación de la historia que condena a cada pueblo a un destino karmático, fatal, ineludible, invariable e inevitable.
Por lo tanto, hay que esperar. Esto trae a la memoria lo narrado por Jaime Torres Bodet en su espléndida obra autobiográfica La victoria sin alas, donde cuenta cómo los norteamericanos, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, se aprestaron a la reconstrucción de Europa postergando el desarrollo de sus aliados latinoamericanos.
Dice que George Marshall había invocado insistentemente la prioridad de la reconstrucción europea y había señalado, con mayor o menor franqueza, que la América Latina podría esperar y que el remedio para sus males dependería, en términos preferentes, de los auxilios que le prestase “la iniciativa privada”. Se ha dicho, continua, que primero es reconstruir, y que el desarrollo de los países no destruidos directamente por el conflicto financiero actual puede aguardar. En efecto, reconstruir es urgente. Pero, ¿es acaso menos urgente desarrollar, cuando los que esperan ese desarrollo viven en condiciones tan lacerantes como muchos de los que anhelan reconstrucción?
Se aplaude la noble actitud adoptada frente a una situación que conmueve profundamente. La de aquellas regiones martirizadas por la imprevisión económica y financiera. Desearíamos, no obstante, ver atendidas al mismo tiempo las privaciones de los países que, por espacio de muchos lustros, han sido los mártires de es imprevisión. Al mirar, en las fotografías de los periódicos, a los europeos demacrados su espectáculo nos produce tanta mayor amargura cuanto que nos traen a la mente mucho de nuestra propia imagen.
En la teoría diplomática del equilibrio de poderes, la distensión este-oeste, fue factible porque se dio entre iguales, mientras que el consenso norte-sur, se posterga por los poderosos, quienes tienen resistencia natural a negociar con los débiles.
Sin embargo, ¿siempre los débiles lo serán verdaderamente? La historia muestra la fortaleza que muchos pueblos han extraído, precisamente, de la postergación, de la miseria y de la desesperación. Este es el verdadero desafío: preservar la convivencia entre las naciones mediante una más sana relación en lo político, en lo económico y en lo tecno-cientifíco. Es decir, en su poder, en su tener y en su deber.
Y no se trata de plantear que los ricos se despojen de lo suyo. Nada más trasnochado que un comunismo indeseable e inservible. Nada de eso. De lo que se trata es que cada quien tenga conciencia de lo que es suyo y la responsabilidad para refrenar el deseo instintivo de apoderarse de lo de los demás.
La justicia en lo político, en lo jurídico, en lo social, en lo económico y en lo humano es un triunfo del hombre sobre sí mismo. Una victoria de su espíritu sobre su pura voluntad y sobre sus canijos apetitos.
Por lo pronto, después de Los Cabos, sólo nos queda la esperanza de que nunca llegará a existir un pueblo tan rico que pueda comprarlo todo ni un pueblo tan pobre que tenga que venderse por nada.
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