Linchamiento mediático


 

Un maestro debe ganar más que un general.

Francisco Villa

 

José Alfonso Suárez del Real y Aguilera

Para muchos ciudadanos, el recurrente conflicto magisterial —y el linchamiento mediático que de él se ha hecho— ha consolidado una peligrosa animadversión hacia los otrora apóstoles de la educación, a quienes la sociedad llegó a colocar en los primeros sitios de instituciones confiables de este país.

A través de la historia de la patria, el magisterio laico —forjado a base de sacrificios y constancia— comenzó su lucha bajo el amparo de las avanzadas reformas de Valentín Gómez Farías en la materia y logra su inserción en la vida púbica gracias a las Leyes de Reforma que rompen el monopolio clerical en todos sus flancos, liberando del yugo doctrinario que durante centurias se aplicó a párvulos y educandos a la educación.

No obstante el progreso educativo impulsado desde Gabino Barreda, la labor del magisterio se menospreciaba ubicándola en el umbral del ascetismo salarial acorde a una función apostolar.

El proceso revolucionario de 1910 encuentra en el magisterio un ejército de entusiastas seguidores, que desde la trinchera de las aulas se integran a ese movimiento histórico brindando sus conocimientos y habilidades para conformar ciudadanos responsables y críticos a fin de consolidar los principios de justicia y equidad planteados por la Constitución.

En los años treinta del  pasado siglo, la instauración de la educación pública socialista  alertó e incomodó a quienes prohijaron la simulación como acabada forma de expresión de la nueva clase política nacional.

No es coyuntural que a la represión magisterial de los regímenes civiles se sumara el cine de Estado, representada por la película Río escondido —dirigida por Emilio Fernández y protagonizada por María Félix—, filme en el que la más deslumbrante diva del cine nacional se despoja del glamour y da vida a una sufrida maestra rural, Rosaura Salazar, cuya recompensa a su abnegación y carencias estriba en recibir de manos del presidente de la república la medalla “Gabino Barreda”, por toda una vida dedicada a la enseñanza.

A la par del adoctrinamiento fílmico, la clase política se abocó a reprimir al magisterio disidente, encabezado por Othón Salazar y otros muchos auténticos formadores de ciudadanos solidarios y críticos, y entregó las riendas sindicales a personajes de nulos méritos pedagógicos —pero de probadas lealtades “institucionales”— como Carlos Jonguitud Barrios, a quien en 1989 sucedió Elba Esther Gordillo, quien se apropió del SNTE en demérito de la educación pública nacional.

Como denuncia, el documental De panzazo evidencia que a nuestros niños y jóvenes les asiste el derecho universal a una educación pública, laica, gratuita y de calidad, pero también es irrefutable que a los trabajadores de la educación les asiste el derecho de contar con una vida sindical plural y democrática, un salario digno, prestaciones básicas y el respeto y el apoyo de todos los poderes institucionales y fácticos, a favor de su labor pedagógica como un asunto de justicia social y de seguridad nacional.

Menospreciar estos requisitos de la educación pública nacional, sólo sirve para justificar y cumplir las visiones excluyentes de organismos neoliberales que ven la educación gratuita como un gasto innecesario que gravita sobre el presupuesto gubernamental y va en detrimento de la economía de mercado.

Ante las embestidas en contra del magisterio urge recuperar la certera reflexión del general Francisco Villa, para quien un maestro debe ganar más que un general, pues para el Centauro del Norte la defensa de la nación se construye desde la educación, no sólo desde las armas.