Respeto absoluto a los derecho humanos
Raúl Jiménez Vázquez
El álgido tema de la corrupción gubernamental ha sido abordado recurrentemente a lo largo de las campañas presidenciales. Constituye, junto con la impunidad y el desvío de poder, una muy delicada patología política y jurídica pues atenta contra las bases de legitimación del Estado, subvierte la ética social, merma la confianza ciudadana, retroalimenta la perniciosa cultura del cinismo y del escepticismo, degrada el tejido social y obstaculiza el sano desarrollo de la colectividad.
La gravedad de esta terrible anomalía está nítidamente captada en el informe de resultados de la fiscalización superior de la cuenta pública 2010 rendido por la Auditoría Superior de la Federación a la Cámara de Diputados. Ahí se acota la existencia de un considerable número de irregularidades tales como desvíos de recursos destinados al campo, aumentos exorbitantes en el costo de los proyectos de infraestructura, pagos de cantidades estratosféricas por concepto del festejo del bicentenario, incremento en más del 500 % del gasto de comunicación social asignado a Los Pinos, incongruencias en la adjudicación, costeo, construcción y pago de la Estela de Luz, etcétera.
Este estado de cosas resulta evidentemente preocupante, más aún porque no concuerda en forma alguna con los mandatos emanados de instrumentos de derecho internacional convencional de los que nuestro país es alta parte contratante: la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción, también conocida como Pacto de Mérida, la Convención Interamericana contra la corrupción y la Convención para combatir el cohecho de servidores públicos extranjeros en transacciones comerciales internacionales, ésta última auspiciada por la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico.
La magnitud de la corrupción y el consecuente sentimiento de enojo ciudadano producido por ésta tienden a generar la percepción de una putrefacción manifiesta; empero, ha de decirse que en múltiples espacios gubernamentales existen también servidores públicos honorables, comprometidos y responsables, cuyas funciones no se realizan en forma adecuada debido a que, entre otras causas ajenas a su voluntad, la normatividad, los sistemas y los procedimientos institucionales se hallan impregnados de un sentimiento básico y generalizado de desconfianza hacia quienes tienen que tomar decisiones a lo largo de la pirámide gubernamental.
En el fondo de tan acre problemática yace la idea de un ser humano intrínsecamente deshonesto, perverso e indigno de fe, al que es preciso atarle las manos y sobre el cual es menester descargar un alud de controles, informes, reportes, bitácoras, revisiones, auditorías, investigaciones, confrontaciones, etc.; así, el servidor público se encuentra permanentemente a la defensiva, agobiado, tenso, contenido, pasivo, dedicado solamente al cumplimiento de las consignas superiores. He aquí una impresionante fuente de neurosis que impide el despliegue del potencial humano y el florecimiento de las habilidades que se requieren de cara al siglo XXI: liderazgo efectivo, creatividad, innovación, pensamiento crítico, enfoque sistémico, visión de futuro, apertura a la experiencia, desafío de los modelos mentales tradicionales, cultura del aprendizaje, libertad emocional y sentido del crecimiento y la autorrealización.
El procedimiento disciplinario de los servidores públicos es el espejo que más claramente refleja esta actitud a todas luces paranoide; a veces utilizado como vehículo para hacer efectivas consignas políticas de corte partidista o bien para favorecer a los correligionarios que han abusado del poder, suele estar imbuido de un espíritu malicioso o insidioso en el que la misión que se asigna a la resolución final es la mera y simple corroboración de francos prejuicios o el incremento de siniestras tasas de productividad.
Su obsolescencia jurídica es ya patente en virtud de que no se aviene a los derechos humanos reconocidos en los tratados ratificados por México, ni a los dictados del artículo 1º constitucional emergido de la reforma a la Carta Magna de junio del año pasado. Por consiguiente, tampoco se ajusta al control de convencionalidad exigido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos a raíz del caso Rosendo Radilla Pacheco, igualmente preconizado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación al sentar las bases para el cumplimiento de las sentencias interamericanas.
A través suyo frecuentemente se vulneran los derechos humanos a la dignidad y la integridad, a la preservación de la imagen, a la presunción de inocencia, a la defensa efectiva, y a no ser objeto de tratos crueles, inhumanos y degradantes. También se agrede el derecho humano a la imparcialidad y objetividad en la impartición de justicia pues, inverosímilmente, un mismo órgano audita, instruye el procedimiento sancionatorio, evalúa las pruebas, califica las defensas, emite el veredicto y sustancia el recurso de revocación.
A semejanza de lo hecho en su tiempo por el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt con el propósito de amortiguar los efectos del crack capitalista de 1929, es hora de establecer un new deal, un nuevo trato digno, considerado y empático para los servidores públicos honestos, cuyo eje de rotación tiene que ser el binomio de la confianza y el respeto absoluto a los derechos humanos.
