Concluido el proceso electoral

José Elías Romero Apis

 

Para Beatriz Pagés,

por su esfuerzo en pro de una

política nacional de cultura.

Cuando el amable lector me obsequie su tiempo para esta lectura, ya habrá concluido el proceso electoral, en su primera fase y se estará iniciando la segunda. Porque las elecciones, por lo menos las mexicanas, no solamente se ganan sino, además, se defienden. Ya estarán descansando los estrategas de la mercadotecnia y la publicidad y estarán iniciando su lucha los estrategas de la ley y la justicia.

Las contiendas políticas siempre han abierto los espacios para la confrontación entre los diversos participantes, entre sus respectivas posiciones y entre sus aliados.

Frente a la derrota transitoria, Richard Nixon, Lula de Silva, François Mitterrand y Jacques Chirac son algunos de los que me brinda la pura memoria que sufrieron y aceptaron calladamente sus derrotas para, más tarde, revertirlas en victoria. Porque para el gran hombre la derrota siempre es transitoria, a diferencia del hombre menor, que la convierte en permanente. De la misma manera, para el hombre pequeño la victoria es temporal mientras que para el hombre de gran formato su victoria es imperecedera.

No pondré ejemplos reales del acontecer mexicano actual. Pero, de esto, puede recordarse una parábola que algunos han atribuido al más importante de los santos italianos.

Hablaba Francisco de Asís de un carnicero de aldea que disfrutaba de ver cómo los perros famélicos se extasiaban mirando, desde la puerta de su local, los jamones y los embutidos que colgaban a una altura, prudentemente inalcanzable para ellos. Día tras día, gozaba en calcular las ansias y en calibrar las limitaciones de sus disciplinados soñadores. Era un juego siniestro del que se sabía el único amo y señor.

Pero llegó un buen día en que, en la comunidad canesca, apareció un nuevo ejemplar, lo cual era frecuente. Sin embargo, este nuevo arrimado apenas se distinguía de los demás, un poco  en su musculatura y un mucho en su mirada. El dueño del juego, en su ingenuidad y en su torpeza, no advirtió que se trataba de un lobo.

Esperando sus mejores oportunidades, calculando sus mayores capacidades y aprovechando las ajenas debilidades, el nuevo concurrente,  de un salto logró una altura inaccesible para los otros, capturó la más codiciada presa y, dueño de ella, corrió sin dejar posibilidad alguna de alcance al aturdido tablajero el cual, al reconocerse inferior a su rival, sacó fuerzas de su bajeza y, recurriendo a la mentira y a la difamación, arengó a todos los pobladores gritándoles: “¡Maten al perro rabioso!”, con los resultados que, impecablemente, refirió Rubén Darío.

Existe ese sentimiento inaceptable de saberse inferior que, cuando no es mero complejo anímico sino dramática objetividad, lleva a rebelarse contra una realidad que no pregunta preferencias y que, muchas veces, nos prohíbe pensar en ellas.

Esa condición ha existido en algunos que, así, han tratado de remontar su condición asimétrica frente a sus adversarios. Por su inferioridad inaceptada Judas Iscariote abrazó la traición, Antonio Salieri intentó el fraude, José Fouché dispuso de la calumnia y Marco Junio Bruto consumó su crimen.

Es, por eso, que en el mundo de lo ordinario hay ganadores y perdedores. Pero en la región de la alteza hay vencedores y hay invencibles.