Alfredo Ríos Camarena

Finalmente concluyó el proceso electoral, no hay duda de la imparcialidad del Instituto Federal Electoral, ni tampoco de los resultados electorales expresados hasta este momento; sin embargo, la actitud de Andrés Manuel López Obrador tiene fundamentos jurídicos que la explican a cabalidad, ya que mientras no se definan los recursos procesales a los que tienen derecho los partidos y los candidatos, la verdad jurídica no se ha dicho.

Por eso, indignarse y desgarrarse las vestiduras frente a la actitud de la izquierda no conduce a nada y sólo demuestra la histeria colectiva que a veces generan quienes controlan los medios de comunicación.

Nuestra opinión y nuestro pronóstico fueron acertados, ganó Enrique Peña Nieto, a quien hemos apoyado solidariamente en diversos foros; aunque este éxito no se parece a la fotografía triunfalista que habían definido las principales casas encuestadoras, sí refleja una verdad incontrovertible de la estructura social y política de nuestro país, que tiene cada día mayor conciencia de lo que significa la democracia y sus opciones. Ya no podemos pensar en la formación de un gobierno cupular y verticalista, pues el electorado mandata una pluralidad en la que todos debemos participar; se considera la sociedad mexicana como un conjunto heterogéneo en el que, a pesar de todo, privan la desigualdad y la inseguridad, porque existe un descontento frente al régimen panista y un claro temor a la opción perredista; justamente por eso, por la experiencia probada, por el desempeño en el manejo de la política, el electorado expresó su voluntad política a favor del PRI.

La debacle del PAN tiene diversos orígenes y causas, pero indudablemente entre ellas se encuentran los fracasos de los últimos dos gobiernos panistas y, desde luego, la inseguridad que ha generado la lucha contra el crimen organizado, lucha que todos apoyamos, pero cuyas estrategias han incrementado gravemente la angustia colectiva. La candidatura presidencial panista no tuvo un proceso de maduración para ser competitiva en comparación con las del PRD y las del PRI; el presidente Felipe Calderón no dejó crecer a sus probables prospectos, y sólo al final, ya muy tarde, se sacó de la manga la candidatura de Ernesto Cordero, lo que provocó una reacción interna del partido en contra del delfín y a favor de una mujer que luchó por su causa, pero que nunca tuvo posibilidades reales de obtener el triunfo. A mayor abundamiento, las declaraciones del propio expresidente Vicente Fox, justificadas por temor de que ganara López Obrador, hundieron más la campaña panista que nunca pudo crecer, pues además, el presidente de su partido nunca apareció ni tuvo el carisma de un dirigente nacional. En suma, el PAN perdió todo, sólo conservó Guanajuato y la actitud digna de reconocer, en tiempo y forma, su derrota electoral.

El PRD y los partidos aliados desarrollaron una buena campaña que sólo tuvo un denominador, el carisma de López Obrador, su perseverancia y tenacidad, quien recorrió una y otra vez toda la república, pero siempre con una actitud de soberbia infinita que le impidió hacer negociaciones para obtener el triunfo; sin embargo, sus éxitos contundentes, especialmente en el Distrito Federal, en Morelos, en Tabasco, en los escaños ganados en ambas Cámaras del Congreso, con sus más de 15 millones de votos, lo posiciona como la segunda fuerza electoral, resultado por demás importante y equilibrador en la estructura del sistema político mexicano.

Mi partido el PRI, ganó, pero hoy, más que nunca, requiere de una profunda revisión, no sólo en los objetivos de políticas públicas, sino en los conceptos ideológicos que parten de la Constitución General de la República; no se puede gobernar sólo con pragmatismo, la política implica compromiso doctrinario, y en nuestro caso, tenemos muchas facturas que pagar al pueblo de México, sobre todo, la que se refiere a la desigualdad enorme que vivimos y a la carencia de un proyecto nacional, que nos impide avanzar a mayor velocidad, frenados también por la ignorancia y la inseguridad.

Los pocos capítulos que quedan de este proceso que concluirá con la declaración del presidente electo, que emita el Tribunal Electoral y con la protesta que rinda el presidente el 1 de diciembre, se realizarán en un marco —esperamos— de plena paz social.

El veredicto está dado, aun cuando no formalmente; el respeto a la institucionalidad debe ser la norma de conducta ética que nos permita pensar hacia el futuro en el perfeccionamiento de nuestra democracia, especialmente en el funcionamiento de los partidos políticos, que deben abrir sus puertas a sus militantes, reduciendo sus políticas de pequeños grupos amafiados en cúpulas. El destino nacional requiere de responsabilidad de todas las partes, no sólo de los ganadores, sino de todas las fuerzas políticas; México merece que a su democracia formal la acompañe un mejor destino para sus habitantes, que hoy padecen los más graves desequilibrios y las más profundas desigualdades.