García Márquez, Alcoriza y Figueroa

María Eugenia Merino

La profecía de Mamá Santos se cumplió cabalmente en Vetagrande, Zacatecas, que en el invierno 1973-74 era sólo un viejo pueblo minero casi abandonado.

La historia de este Presagio se remonta todavía años más atrás, cuando al productor colombiano Ramiro Meléndez (Producciones Escorpión), después de haber ganado el Ariel por Mecánica Nacional, el presidente Echeverría le pide que haga una película de su paisano Gabriel García Márquez, como si llegar con Gabo y decirle “quiero hacer una película de tu novela” fuera cosa de todos los días. Ramiro quería filmar La mala hora, o El coronel no tiene quien le escriba, pero no era fácil conseguir los derechos.

Como la predicción tenía que cumplirse —y la solicitud de Echeverría también—, Luis Alcoriza, que había dirigido Mecánica…, convenció a su buen amigo el Gabo para llevar al cine un cuento —que no era cuento y ni siquiera estaba escrito, sino que se lo platicó García Márquez—, y los dos se pusieron a trabajar en el guión; así nació Presagio, que también dirigió Alcoriza. La historia, maravillosa, no la contaré aquí; tendrán que buscar la película para verla.

La fotografía estuvo en las manos y visión de Gabriel Figueroa, tal vez el mejor fotógrafo del cine mexicano de todos los tiempos, sus más de 200 filmes lo atestiguan.

Toda película tiene sus anécdotas, y Presagio no podía ser menos, sobre todo por las dificultades del guión, desde las habituales de buscar locaciones, hasta conseguir animales que tenían un papel importante: una mula blanca —que era parda y hubo que pintarla—, un búho, gusanos —muchísimos gusanos— y un montón de zopilotes, que dijeron que en Vetagrande sería facilísimo obtener, pero de los tres mil que se necesitaban a la mera hora sólo se consiguieron 500. A esto hay que añadir —no por lo de animales, que conste— medio centenar de actores, más de la mitad grandes figuras del cine mexicano, colombiano y español: Pepe Gálvez, la Rivelles, mi mayor Reynoso, Lucha Villa, Pancho Córdova, Gloria Marín, Fabiola Falcón, Érik del Castillo, Anita Blanch, la Montejo y la Olmedo, Enrique Lucero, Fabián, Hernán, Retes, y un larguísimo etcétera complementado por jóvenes actrices que empezaban sus carreras.

Por azares del destino estuve involucrada en esta aventura, y durante la filmación, en uno de los momentos cruciales, resultó que al Vecino número #1 (el actor colombiano Carlos Muñoz) ¡le faltaba esposa! Rápidamente Alcoriza ordenó mi transformación: las delgadas y bien depiladas cejas se llenaron de pelillos hirsutos, las manicuradas uñas fueron cortadas al ras y el largo cabello untado con algo que prefiero no saber qué era, para darle un aspecto desaliñado; cuando estaban sombreándome sobre el labio superior, me adelanté en el tiempo y exclamé, como muchas lo hicieron ante las declaraciones de Tiziano Ferro: “Luis, no todas las mexicanas son bigotonas”.  La escena se filmó y yo tuve mis 30 segundos de gloria cinematográfica, pero que nunca cobré; me honra saber que en una lista de 51 actores ocupo el lugar número 47.

El frío invierno zacatecano nos mantenía varios grados bajo cero, aun cuando la historia transcurre en un lugar muy caluroso. Una noche, cuando estábamos durmiendo en Zacatecas, donde todo el personal y el elenco se hospedaba, avisaron que los zopilotes habían escapado de sus jaulas, por lo cual a esa hora había que ir hasta Vetagrande, por 8 kilómetros de brecha que se recorrían en alrededor de una hora.

Luis Alcoriza, Gabriel Figueroa, Ramiro Meléndez, Alberto Vázquez —no el cantante, sino el fotógrafo y publirrelacionista de la compañía y, por más señas, mi compañero— y algunos actores, con toda su dignidad de “señor director”, “señor productor”, “don Gabriel”, “don Fulano” y “doña Zutanita”, andaban en la madrugada persiguiendo zopilotes. Figueroa inventó un método: con un alambre improvisó una especie de gancho para apresar al animalejo de una pata, del pescuezo, o de donde fuera, pero sus casi setenta años no lo hacían muy ágil que digamos. Por fortuna el frío los tenía un poco atarantados, lo cual en ese momento era una ventaja, pero no más adelante, en una de las escenas finales, cuando todo en el pueblo se pudre, los zopilotes debían lanzarse en picada sobre la carne descompuesta y agusanada, pero estaban tan entumidos y agarrotados que no querían moverse.

El único remedio fue agarrarlos y, desde las azoteas, aventarlos tratando de atinar a que pasaran frente a la cámara antes de ir a dar contra el suelo, y vuelta a agarrarlos, subirlos, aventarlos…

Cuando la película se llevó al Festival de Cannes, por alguna extraña razón no llegó la pista de la música. Entre los muchísimos elogios que la película recibió estuvo, por supuesto, el “afortunado acierto” de no estar musicalizada. Y así quedó para la historia.

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