Secuestraba a menores, los drogaba y los enfrentaba a sus familias
Bernardo González Solano
Cuenta la leyenda que Alejandro Magno se adiestró militarmente desde que era un niño y que en su tiempo infinidad de infantes lo trataban de imitar. El mito demuestra que los niños soldados han servido en las filas castrenses desde el origen de los tiempos. Durante las dos guerras mundiales del siglo pasado, los ejércitos enrolaron a jóvenes combatientes, pequeños que meses antes todavía bebían en biberón.
En los días que corren, de acuerdo con UNICEF, hay 300 mil niños soldados en la Tierra. Pese a la antigüedad del problema, la cínica comunidad internacional —que siempre trata de taparse con la piel de cordero—, apenas ha sido consciente de tan nefanda práctica en los últimos veinte años, al finalizar el sanguinario siglo XX que conoció dos guerras mundiales aparte de muchos otros conflictos armados, como pocas veces en la historia mundial.
Pese a los esfuerzos para detener el desvergonzado uso de los niños soldados, y que más de 11 mil fueron liberados en 2011, la ONU asegura que miles de ellos continúan a la merced de “señores de la guerra”, como el congoleño Thomas Lubanga, condenado a la ridícula pena de 14 de años de prisión por la Corte Penal Internacional acusado por crímenes de guerra en la República del Congo al principio de la década del año 2000.
Acuerdos internacionales
Lubanga fue un típico caso de la guerra del Congo a fines del siglo XX, que básicamente actuaba secuestrando menores, a los que atiborraba de droga para ponerlos en contra de sus familias, y a las niñas las convertían en esclavas sexuales sin exceptuarlas del uso de las armas. La afirmación del UNICEF es válida: son reclutados, amenazados y drogados para que combatan en cualquier conflicto étnico, religioso o entre bandas de narcotraficantes y gobiernos.
Por ello, la condena anunciada la semana pasada por la Corte Penal Internacional contra Lubanga por crímenes de guerra en el Congo, es un paso “histórico”, según afirmó Radhika Coomaraswamy, la representante especial de la ONU para el problema de los niños y los conflictos armados. El funcionario internacional sentenció: el crimen por reclutar (secuestrar) y usar niños como soldados “está ahora grabado en piedra, nadie podrá decir que lo desconocía”.
El organismo internacional mantiene su propósito para el año 2015 de que los Estados limpien sus ejércitos de niños, pues asegura que centenares de miles de ellos se ven obligados a luchar a punta de pistola (y drogados) por los talibanes en Afganistán, por el otro “señor de la guerra”, Bosco Ntaganda en el Congo, por los shebab en Somalia, por Ansar Dine en Malí y por otros grupos terroristas en todo el mundo.
Aparte de los 11 mil niños soldados que se pusieron en libertad en 2011, se firmaron 19 planes de acción con gobiernos y grupos, de acuerdo con la representante del organismo internacional. Uno de los signatarios, que firmó tras cinco años de negociaciones fue Birmania (país dirigido, hasta el momento, por un clan militar), donde se asegura aque miles de niños forman parte del ejército y en las milicias étnicas.
Además, el gobierno somalí firmó un acuerdo hace pocos días para “limpiar” sus filas de jóvenes menores de 18 años. Tras intensas negociaciones, otro gobierno que firmó el plan de acción fue el de Chad. Los analistas esperan que tanto la el Congo como Sudán sigan el ejemplo de estos países. Uganda estaba en la lista negra de la ONU, pero en 2007 se adhirió al plan de acción. Pese a los avances en la materia como la condena de Thomas Lubanga, aùn se reclutan y utilizan menores en aproximadamente 30 conflictos armados en cuatro continentes.
En tales condiciones, puede pensarse que “la justicia global funciona”. Sí, pero camina, como siempre, muy lento, demasiado lento. Las circunstancias son estas: poco antes de terminar su segundo periodo presidencial, Bill Clinton firmó el tratado fundacional de la Corte Penal Internacional (Corte Penal Internacional). El esposo de Hillary explicó que de no haberlo hecho “la Historia” le habría “juzgado duramente”.
La Corte Penal Internacional inició sus funciones hace diez años, en el mes de julio de 2002. Apenas una década. En la historia de la Tierra no es nada. Muy poco tiempo para cambiar las viejas concepciones… Sin embargo, el martes 10 de julio se prendió una luz en el oscuro túnel de las impunidades: la primera condena, 14 años de prisión contra Thomas Lubanga, antiguo jefe guerrillero de la República Democrática del Congo. Parece un mensaje claro a todos los que dirigen grupos armados que cometen bárbaros actos criminales: un día hay que rendir cuentas.
El problema es que como suele suceder en los organismos internacionales, la Corte Penal Internacional no es universal. Ciento veintiún Estados la reconocen. Pero Estados Unidos pese al esfuerzo de Bill Clinton y de las esperanzas depositadas en Barack Hussein Obama, aún no ha ratificado el tratado; tampoco lo ha hecho la India, Israel. En la región árabe solo Jordania y hace poco Túnez, en vía de completar su “primavera árabe”; asimismo, Rusia y China se mantienen al margen. No obstante, la Corte Penal Internacional es como una espada suspendida sobre la cabeza de los dictadores. La corte debe cuidarse y defenderla a capa cabal.
El hecho es que Lubanga fue condenado por los jueces de la Corte Penal Internacional, culpable de crímenes de guerra por enrolar niños menores de 15 años de edad en sus tropas y haberlos utilizado en las hostilidades en Ituri, al este de la República Democrática del Congo (el Congo), en 2002 y 2003.
La juez Odio Benito
Los crímenes “son, sin ninguna duda, crímenes muy graves que afectan la comunidad internacional en su conjunto”, declaró el juez británico Adrián Fulford, explicando que “el objetivo histórico de la prohibición de utilizar niños soldados es el de proteger a los niños menores de 15 años del riesgo de ser asociados a un conflicto armado”. Proteger a los infantes, no solo “de las violencias y de las heridas, mortales o no, durante el combate, pero también de los traumatismos potenciales que acompañan el reclutamiento, la separación de los niños de sus familias, la interrupción de su escolaridad y su exposición a un ambiente de violencias y de miedos”.
Jefe de la Unión de los Patriotas congoleños en el momento de los crímenes, Lubanga pretendía, según los jueces, tomar el control del territorio y, para hacerlo, formaría un ejército en el seno del cual enrolaría a niños secuestrados del seno familiar, sin poder establecer el número exacto de estos “soldados”.
El fiscal pedía una sentencia de 30 años de prisión, pero los jueces rechazaron todas las circunstancias agravantes. La acusación esperaba que las violencias sexuales cometidas en las niñas reclutadas en las tropas del acusado fueran tomadas en consideración. Pero el presidente de la Corte Penal decidió no hacerlo así. La decisión, sin embargo, no fue tomada por unanimidad.
La juez costarricense Elisabeth Odio Benito (1939), ex fiscal general de Costa Rica y ex ministra de Justicia y de Medio Ambiente, con 30 años litigando por el castigo de los crímenes cometidos contra la mujer, expresó su desacuerdo con la falta de reconocimiento “del daño causado por la violencia sexual padecida por los afectados”. Odio Benito pedía 15 años de reclusión. Lubanga ya tiene seis años en prisión preventiva en La Haya, sede de la Corte Penal Internacional, por lo que aún le faltan ocho por purgar. No obstante, aunque el término se ha desgastado mucho, se trata de un hecho “histórico”. Lubanga es culpable —totalmente demostrado— de un delito que todavía no es erradicado en Asia, Hispanoamérica y, sobre todo, en Africa.
El fallo reza: “Los niños, en este caso menores de 15 años de edad deben ser especialmente protegidos porque son más vulnerables que el resto de la población”. El texto es claro. No se trata de que Adrián Fulford y René Blattmann, los otros jueces del proceso, hayan ignorado la suerte padecida por las niñas en el conflicto de la el Congo. Su futuro era convertirse en sirvientes y esclavas sexuales, además de tomar las armas en las manos. Lo que no consideran probado por la acusación —dirigida por el antiguo fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo—, es que “las agresiones sexuales fueran cometidas, animadas o bien ordenadas por Lubanga”. Por ello son una circunstancia agravante. La verdad, siendo claros, no deja de ser un legalismo de ministerio público a la mexicana.
Por el contrario, Odio Benito señala el género como un factor inseparable del crimen de reclutar niños soldados. De acuerdo a la sentencia, tampoco pudo demostrarse que los castigos impuestos a los niños “puedan atribuirse a título personal al procesado”. El fallo, además, contiene una dura crítica a Luis Moreno Ocampo por no supervisar a los intermediarios que facilitaban el acceso a los testigos. Las dudas sobre su identidad como antiguos niños soldados obligaron a rechazar algunas declaraciones.
El juicio
El proceso, que duró tres años, fue suspendido en dos ocasiones después del rechazo del procurador a plegarse a las órdenes de los jueces para liberar al acusado. La cámara de apelación igualmente se opuso, lo que finalmente le valió a Lubanga beneficiarse de circunstancias atenuantes.
En el curso de las audiencias, la defensa reveló, como pruebas de apoyo, la existencia de falsos testigos entre los citados por el procurador.
En consecuencia, muchos testimonios de las víctimas se rechazaron por los jueces, que por consecuencia demandaron al procurador iniciara proceso contra los informadores congoleños implicados. Hasta el momento, ninguna acusación se ha presentado contra ellos.
Además, en 2008, la causa estuvo a punto de fracasar. La fiscalía no facilitó a Lubanga documentos confidenciales que le impedían preparar su defensa, y la situaciñon tardó un año en resolverse.
En fin, el fallo de la Corte Penal Internacional en contra de Lubanga le proporciona a la institución el impulso que le hacía falta para reafirmarse como primer tribunal permanente para juzgar crímenes de guerra y lesa humanidad, incluso genocidio.
Así, la Corte Penal Internacional investiga crímenes en Uganda, Sudán, Libia, Costa de Marfil y Kenia, aparte de Afganistán, Georgia, Colombia, Guinea, Palestina, Honduras, Corea del Norte y Nigeria.
La Corte Penal Internacional no puede detener su trabajo. En una institución necesaria. El poder de los dictadores debe tener un límite. La impunidad no puede permitirse en ninguna parte.