Ricardo Venegas

Josu Landa (Caracas, 1953) es catedrático en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, en áreas como filosofía de la literatura y ética. Esta labor se advierte en sus libros Más allá de la palabra (1996) y Poética (2002). Es autor de varios poemarios entre los que destaca Treno a la mujer que se fue con el tiempo (1996, Premio de Poesía Carlos Pellicer). La editorial Monte Ávila publicó en 2006 Estros, la antología que mejor representa su labor poética. También ha publicado Zarandona (2000), primera novela endógena de la diáspora vasca que comenzó en 1936, a raíz del alzamiento franquista contra la República Española. Es autor, asimismo, del relato experimental Y/O (Ensamble) (2004). Tradujo al euskera Piedra de sol, el gran poema de Octavio Paz, lo cual la valió el reconocimiento del autor. —¿Cómo llegaste al camino de la poesía? —Comparto con los griegos una idea amplia, significada por la palabra “poesía”. No sólo el tipo de escritura que comúnmente se entiende hoy por “poesía”, sino todo acto de creación artística. En ese sentido, empecé a sentirme poeta en la medida en que notaba que mi visión del mundo, mis respuestas a problemas y situaciones específicas eran “inventadas” por mí, aunque estuvieran lejos de ser verdaderamente nuevas. Esa independencia frente a todo, esa autonomía, me parece que constituye la base de una auténtica actitud poética. En mí, la conciencia de esta actitud fue tardía. Mucho después de los quince años, que es cuando me pareció —tiempo después, cuando empecé a mirar hacia atrás, tratando de hallar un sentido a mis primeras andanzas en el mundo— que empezaba a tener eso que suele llamarse “uso de razón”. Y mucho más tardía aún resultó la expresión de esa actitud y esa conciencia en una escritura con vocación estética. O sea, que empecé a escribir poemas —de pésima factura, por cierto— antes de los veinticinco años. Comparo esto con las historias de otros colegas y amigos y observo que mi entrada en la escritura poética se dio con mucho retraso. No es algo que me preocupe en lo más mínimo. En sí mismo, no es ni bueno ni malo. Cada quien tiene su historia y su destino. —Se ha dicho que la poesía mexicana tiene tintes crepusculares, ¿cómo convives con esta tradición, en qué contexto situarías tu propia obra? —No me parece que el adjetivo “crepuscular” califique bien la gran tradición poética mexicana. El crepúsculo pertenece a la simbólica de la decadencia y no encuentro nada que se le asemeje en la poesía de sor Juana, Othón, López Velarde, Pellicer, Gorostiza, Owen, Paz, Lizalde y tantos otros poetas mexicanos de primera categoría. Otra cosa es la presencia más o menos frecuente de cierto tono melancólico. Como sea, al margen del énfasis que pongan algunos en cierta vibración melancólica de sus mejores composiciones poéticas, esa tradición, sobre todo la imponente tradición del poema extenso cultivado en México, ha sido determinante en la formación y el rumbo que ha tomado mi poesía. Desde luego, debo mucho a Virgilio y Lucrecio, para hablar de dos clásicos decisivos para mí, pero lo mismo digo de “Primero sueño”, de “Muerte sin fin”, “Piedra de sol” o “Tercera Tenochtitlán”, entre otros poemas compuestos en suelo mexicano. Y, por supuesto, no sería justo si no hiciera el mismo reconocimiento a la poética de alto vuelo y voltaje presente en grandes obras como “Mi padre el inmigrante” y “Tierra muerta de sed”, de los venezolanos Vicente Gerbasi y Juan Liscano, respectivamente. Y ya encarrerado, también debo incluir entre los númenes tutelares que han imantado mi debilidad por el poema de largo aliento, a poetas como Huidobro, Martín Adán, Pablo de Rokha, Lezama y varios más. Y una vez entrado en gastos, también aprovecho para reconocer lo que, en este punto, debo a Francisco de Aldana, Garcilaso, Quevedo y Góngora. —Eres de origen venezolano y te criaste en el País Vasco, pero tu obra ha germinado en México, ¿cómo es tu relación con los poetas mexicanos de tu generación? —No soy un apátrida, sino un hombre de muchas patrias y, por ello mismo, de una sola verdadera: el universo y su emanación: el logos poético. Tengo familiares muy cercanos y amigos íntimos en los tres países, pero mi patria última es la palabra poética y teórica. No soy un desarraigado, sino alguien con muchas raíces en muchas tierras e incluso en el aire, si al caso viene. Y vivo esto con enorme satisfacción. Entiendo que esto no es lo normal. También comprendo que, entre la gente de una o muy pocas referencias identitarias, abunden las actitudes de recelo, temor, etcétera, frente al extraño. La corrección política actualmente en boga apenas logra encubrir esta verdad, ante la cual estoy más que habituado. Siempre me ha resultado muy llamativo que el extranjero que aparece con un papel protagónico en ciertos diálogos platónicos muy influyentes fuera llamado así: “xenós”, “extranjero”, pese a que procedía de Éfeso, es decir, territorio griego. El hecho de que no fuera ateniense, ya lo marcaba como extraño en un grado significativo, frente a los que se identificaban con este último gentilicio. Tengo excelentes relaciones con los más reconocidos exponentes de la generación de los cincuenta en México —e incluyo a quienes viven aquí, pero vienen de otros países. Lo mismo digo respecto de algunos de los mejores poetas mexicanos de otras generaciones. Mantengo un fecundo diálogo con ellos —no viene al caso mencionar nombres—, pero no pertenezco a ningún grupo y, sin habérmelo propuesto adrede, no ejerzo la misma poética. Valoro demasiado la independencia personal y la autonomía estética, como para no intentar afirmarme en mi soledad artística. No me ufano de esto, simplemente me asumo de esa manera porque así he nacido y así soy. Y, por supuesto, esto no puede entenderse como una negación de las numerosas influencias que he recibido y sigo recibiendo. Pero, en realidad, el bosque de la poesía no está formado por árboles de la misma especie, así que mi muy relativa singularidad, respecto de lo que se hace en México, en cuanto a poesía, no me convierte en un poeta aislado ni, menos aún, en un marciano. —La experiencia vital, la vivencia en el acto creativo, ¿es importante en tu obra? —Tengo que empezar por advertir que me identifico con la acepción más amplia de “experiencia”, eso que Hegel en la introducción a su Fenomenología del espíritu entendía como todo movimiento y alteración de la subjetividad, del alma. Después de ascender a cumbres como la del Tepozteco y presenciar los valles y montañas circunvecinos, el alma no queda igual que antes. Eso es “experiencia”, en el contexto de la conciencia moderna del mundo. Efectivamente, podría componer un poema sobre el Tepozteco sin haber estado nunca allí. Sería igualmente un acto auténtico, porque la escritura misma es una experiencia en el sentido que acabo de señalar, pero el contenido de lo que diga necesariamente variará respecto de si ciertamente he estado allí y he vivido esa sublimidad, ese peculiar vértigo de haber remontado alguna de sus laderas o me nace sólo de referencias prestadas o de un simple ejercicio de la imaginación. En general, procuro que mis poemas respondan a esa doble experiencia y la sostengan. Digo “doble” porque hay una que resulta de vivir cierta circunstancia, mientras que la otra procede de la necesidad de expresar y comunicar eso vivido —siempre de manera muy limitada— por medio del lenguaje poético. Esto hace más difícil que el resultado final del acto expresivo sea vacuo, inocuo, carente de vida. —¿Qué importancia tiene la poesía en un mundo tan complejo como el que nos toca vivir? —La poesía podría ser vista como expresión del impulso erótico entendido al modo platónico, una búsqueda del otro —el lector, el “símbolo”, el que encarna la parte que me falta— y del mundo exterior, en cuya realidad y poderes quiero creer profundamente. Así que, para mí, la palabra poética se me ofrece como una vía para intentar desbordar los límites actuales de la conciencia del ser humano, tal como ha venido tomando forma desde los albores de la Modernidad y permanece en lo esencial, pese a la comprensible reacción de los posmodernistas. Me parece que ahí está el sentido más hondo y la contribución más fecunda de la poesía en nuestro tiempo. En lo personal, he llegado a la convicción —desde luego, siempre sujeta a cuestionamiento— de que la poesía es una de las pocas posibilidades de reconciliación con el mundo que nos quedan. Y si estoy mínimamente en lo cierto, eso coloca en un plano por completo secundario consideraciones como la supuesta “dificultad” de la mejor poesía actual, como si la barbarie y la incultura generalizadas no fueran crudamente evidentes. También cierta pretensión anacrónica de exigir a la poesía de hogaño funciones sociales y políticas de la de antaño.