El Tribunal Electoral, obligado a actuar con legalidad
Raúl Jiménez Vázquez
El Holocausto, el exterminio de más de diez millones de vidas humanas perpetrado por los nazis en horrendas cámaras de gas y hornos crematorios, constituyó un parteaguas en la historia de la humanidad, un estrepitoso quiebre de los principios fundatorios de la civilización occidental. Tal fue tal la magnitud de esa catástrofe que a juicio de algunos autores la línea cronológica de la raza humana debe dividirse en dos etapas: antes y después de Auschwitz.
Tan traumático suceso motivó el surgimiento de la vigorosa y estremecedora proclama de “nunca más”, cuya proyección jurídica aparejó la materialización de tres grandes acontecimientos: el juzgamiento de los jerarcas del régimen hitleriano a cargo del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, la consagración de los derechos inmanentes e inherentes a las personas a través de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la aprobación de los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, en los que se desglosan las disposiciones aplicables a los conflictos armados internos e internacionales.
Históricamente, a Eleonor Roosevelt, Jacques Maritain y otros redactores de dicha Declaración les atrajo mucho la atención la manera en que Adolfo Hitler ascendió al poder, para inmediatamente después suspender la vigencia de la Constitución de Weimar y promover la expedición de las tristemente célebres leyes de esterilización y eutanasia de 1933.
Tal preocupación llevó al reconocimiento del derecho humano al voto y a la exigencia de la realización de elecciones genuinas o auténticas como medio para garantizar su ejercicio pleno e íntegro, razón por la cual se plasmó el siguiente enunciado dentro del artículo 21 de ese texto fundamental de la humanidad: “La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto”.
Idéntica noción quedó nítidamente registrada en los artículos 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, 37 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea y 12 de la Carta Africana sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos, Carta de Banjul.
Esta exigencia está también presente en otros instrumentos internacionales como la Convención sobre Estándares de Elecciones Democráticas, en cuyo artículo 1.2 se señala que la autenticidad es uno de los principios de los rectores de los procesos electorales, y la Declaración sobre los Criterios para Elecciones Libres y Justas, aprobada en marzo de 1994 por el Consejo Interparlamentario, órgano que define la política de la Unión Interparlamentaria, en la que se insta a los gobiernos y parlamentos del mundo a que se guíen, entre otros, por el postulado que reza: “En cualquier Estado la autoridad de los poderes públicos sólo puede derivar de la voluntad del pueblo expresada en elecciones auténticas, libres y justas”.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos se pronunció sobre este tema en los fallos recaídos a los casos Yatama vs. Nicaragua y Castañeda Gutman vs. Estados Unidos Mexicanos, estableciendo que “los derechos políticos son derechos humanos de importancia fundamental dentro del sistema interamericano” y que uno de esos derechos es el de “votar y ser elegido en elecciones auténticas”.
Como se puede advertir, la genuinidad o autenticidad de los comicios es una constante del derecho internacional de los derechos humanos cuyo reflejo nacional son los principios cardinales consignados en el artículo 41 constitucional. Sobre los magistrados de la Sala Superior del Tribunal Electoral recae el enorme desafío, la tremenda responsabilidad de evaluar, calificar y determinar, más allá de toda duda razonable, la calidad o grado de apego de la reciente elección presidencial a dicho parámetro normativo.
Por ello están obligados a proceder observando el máximo grado de autonomía constitucional, congruencia democrática, apertura mental, preminencia del fondo sobre la forma, renuncia a los legalismos enervantes propios de abogados tramposos o chicaneros, adhesión a los paradigmas jurídicos imperantes en el siglo XXI y compromiso absoluto con los valores fundamentales de la ética, la verdad, la claridad y transparencia, la auditabilidad y la rendición de cuentas.
Dado que sus decisiones son definitivas e inatacables en el plano interno, no hacerlo colocaría a los ciudadanos en un total estado de indefensión jurídica, tipificaría la patología de la derrota del derecho y posibilitaría la activación del sistema interamericano de protección de los derechos humanos.

