Ni por azar ni por milagro

De nueva cuenta he escuchado el falso debate sobre si la política debe ser un ejercicio exclusivo de los políticos profesionales o si, por el contrario, debiera ser un privilegio potestativo de todos los ciudadanos alejados de ella, tan sólo con que se les antojara participar.

Para comenzar, me atrevería a decir lo que siempre he considerado como el primer eje rector de la ética profesional: la técnica. Con esto me refiero a la capacidad indispensable e ineludible para ejercer cualquier actividad, profesión u oficio. El médico que no sabe operar y se compromete a hacerlo y a cobrar por ello es un individuo inmoral. Lo mismo el abogado que no sabe litigar, el piloto que no sabe volar o el ingeniero que no sabe construir.

Así es el político que no sabe gobernar. Por eso me inquieta la desfachatez con la que algunos conciudadanos se postulan para cargos públicos no sólo muy importantes sino, además, verdaderamente complicados y que serían de ejercicio difícil para muchos políticos experimentados. A ello, adicionan su demanda sobre que los políticos hagan política. No cuestiono su respetabilidad sino tan sólo su moralidad.

Ello me recuerda algo que viví hace tiempo. Cierto día me encontraba en una charla de sobremesa en la que varios comensales exponíamos nuestro personal criterio sobre las consecuencias que, durante todo un siglo europeo, tuvo la victoria de Wellington en junio de 1815. En mi turno final rematé, usando cierto tono de vehemencia, con una frase cursi pero lógica. Dije que si Napoleón no hubiera perdido, hoy el Puente de Waterloo estaría en París, sobre el Sena, y no en Londres, sobre el Támesis. De inmediato, una dama silenciosa que nos acompañaba exclamó, con gran asombro: “¡No la friegues! ¿Se lo llevaron?”

Todos guardamos silencio y nadie trató de incomodarla. Por mi parte, de inmediato pensé que se me había brindado una lección. La historia y la política no se hicieron para todos. Comprenderlo es importante. La señora de mi relato tiene, sin embargo, el mérito de cierta sabiduría instintiva y casi animal. Nunca ha pretendido ser gobernadora ni presidenta. No ha dictado un solo discurso de Estado ni escrito un libro de política. Sabe que no está para gobernar sino para obedecer.

Pero, por el contrario, ¿cuántos políticos guardan esa reserva de distancia? Porque hay muchos, tan impermeables como mi interlocutora, que creen que la política es sencilla y accesible para todo aquél al que se le ocurra meterse a gobernar un municipio, un estado o un país.

Son aquéllos que se engañan con la aparente facilidad con la que los verdaderos políticos hacen sus realizaciones. Los que creen que nada les cuesta trabajo. Los que no saben para lo que sirve el poder y cómo debe llevarse. Los que no saben cómo moverse con el poder como si fuera un traje a la medida o, más aún, como se lleva la piel. Los que cuando se mueven, el poder no los sigue.

Es que los reales políticos pueden ser comparados con aquellos patinadores, bailarines o acróbatas que realizan sus rutinas como si fuera muy sencillo y provocan el deseo de imitarlos, suponiendo que cualquiera podrá hacerlo igual.

En algunas ocasiones, esos artistas de magistral destreza hacen necesario que el público ingenuo quede advertido de no intentar ninguna emulación porque podría resultar en una fatalidad. La política debiera disponer de cautelas similares. Explicar a todos los babosos que quieren meterse a gobernar, suponiendo que es muy fácil, que en el intento pueden llegar al desastre o pueden llevar a sus pueblos a los terrenos de la catástrofe.

La cratología, o ciencia del poder, es a la política lo que la patología es a la medicina. El médico que no es patólogo no podrá diagnosticar, no podrá pronosticar y no podrá curar. El conocimiento del poder es para el político lo que el conocimiento de las enfermedades es para el médico. Si éste no sabe de lo que está enfermo su paciente jamás podrá sanarlo, salvo por azar o por milagro.

Así, el político siempre debe estar en condiciones de reconocer su poder y el de otros. Su tamaño, su energía, su fuente, su duración, sus efectos, sus posibilidades, sus limitaciones, sus condicionantes, sus debilidades, sus atrofias, sus condueños, sus socios, sus acreedores, sus habilidades y mil cosas más que le permitirán, como decía el viejo rezo, saber las posibilidades propias, reconocer las ajenas y aceptar unas y otras. Al igual que el médico, si el político no sabe dónde y cómo se encuentra el poder sólo podrá hacer política por azar o por milagro.

 

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