La mejor respuesta a la estrategia desestabilizadora del lopezobradorismo —anunciada en Atenco por la llamada Convención Nacional contra la Imposición— fue la reunión que se llevó a cabo en Los Pinos entre el presidente Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, para iniciar los trabajos de la transición presidencial.

El encuentro se produjo días después de que las organizaciones fundamentalistas dependientes —aunque Jesús Zambrano lo niegue— del excandidato de las izquierdas amenazaran al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación con obligarlo a anular los comicios, tomar las instalaciones de los medios de comunicación críticos al Movimiento Progresista, boicotear la instalación del Congreso e impedir que Peña Nieto rinda protesta como presidente de la república.

El dirigente nacional del PRD dijo que la reunión entre el mandatario saliente y el entrante es “una suerte de mentada de madre”. Cuestión de enfoques, porque quienes están “hasta la madre” son los más de 50 millones de mexicanos que acudieron a las urnas, para buscar la transformación del país por la vía institucional y no a través de tácticas que en otro lugar podrían ser calificadas de terroristas.

El acuerdo entre el mandatario saliente y el entrante —para “iniciar un proceso ordenado de transición administrativa y política”— debería tener también otro significado: la necesidad de iniciar la promoción de un cambio de cultura democrática, donde el acuerdo y la coincidencia entre posiciones ideológicas distintas —para impulsar el desarrollo político y económico del país—  deje de ser considerado como traición.

Izquierda y derecha han sembrado un concepto de ser “oposición” mezquino, vil y destructivo que es imprescindible superar. Sobrevive en la clase política de todos los partidos una mentalidad primitiva de caudillos y caciques que impide privilegiar el interés nacional por encima de  lo más relevante.

Ahí está como ejemplo el dirigente nacional del PAN, Gustavo Madero, quien se alía al movimiento desestabilizador del Peje para vengarse no sólo del PRI sino del presidente Calderón.

Madero no lo dice públicamente, pero responsabiliza al presidente de la república de la derrota de su candidata y la debacle de Acción Nacional en el Congreso. Ante la imposibilidad sicológica de aceptar sus propios errores  y la necesidad política de no pasar a la historia como el panista que contribuyó al regreso del PRI al poder, se monta y ayuda a la izquierda a juntar dinamita.

Tan mal andan las cosas para el senador dentro de su partido, y tan grave es la crisis personal por la que atraviesa que mientras él trata deslegitimar los resultados del 1 de julio, la secretaria general del PAN, Cecilia Romero, reitera en frecuentes conferencias de prensa que el próximo presidente de México se llama Enrique Peña Nieto.

Si Madero ya estaba desahuciado como dirigente del PAN, después de servir de patiño a la causa anárquica y rupturista de López Obrador quedará en calidad de cadáver.

Causa pena ver al heredero de un prócer de la Revolución hacer el juego a una izquierda desprestigiada que sólo busca mantener vivo el negocio. Madero sabe —ha sido y es legislador— que nunca se podrá comprobar la compra —en caso de que haya existido—  de cinco millones de votos con dinero procedente del lavado de dinero.

Sin embargo, hay quienes ponen condiciones y precio a la gobernabilidad. ¿Cuánto cuesta para López Obrador y ahora para Madero una transición pacífica? México no tiene la culpa ni de sus fobias ni de sus limitaciones.