Que no se mal entienda o distorsione la frase. Decir que México necesita un presidente de la república fuerte no significa proponer un gobierno autoritario o el regreso al presidencialismo absolutista de otros tiempos.

Enrique Peña Nieto ganó la elección del 1 de julio y será el próximo presidente de México, le guste o no a Andrés Manuel López Obrador.

La desestabilización del país se ha convertido en un lucrativo negocio para el candidato de las izquierdas y sus seguidores, por lo que está decidido a mantenerlo y acrecentarlo a costa de la estabilidad y el progreso de la nación.

Hoy, es imprescindible decirle a la sociedad, de todas las formas posibles, que el proyecto de un solo hombre no puede estar por encima del destino de 112 millones de mexicanos. Deben ser convocadas todas las fuerzas políticas y sociales, gobierno, medios, partidos, iniciativa privada y organizaciones civiles a levantar la voz en contra de una estrategia que tiene como objetivo profundizar la polarización social y desencadenar una crisis institucional.

Tal vez la prudencia de algunos representantes de la izquierda impidió que, desde la tarde del 1 de julio, comenzaran a ser tomadas embajadas, centros comerciales, suministros de luz eléctrica, oficinas proveedoras de servicios para protestar por un supuesto fraude y buscar la anulación de las elecciones.

De acuerdo con algunas fuentes, López Obrador vivió la noche de los comicios una noche shakespeariana. Después de las 6 de la tarde recibió la visita de Cuauhtémoc Cárdenas y de Marcelo Ebrard. Alguno de los dos le habría sugerido ser razonable y aceptar los resultados. Andrés Manuel se encerró a solas, durante horas en un cuarto y salió a decir, de acuerdo  su engañoso estilo, que esperaría el recuento distrital para tomar una decisión.

El tabasqueño ya tomó, desde hace seis años, la decisión: ganar el 2012 o incendiar.

Militantes y simpatizantes lopezobradoristas están dedicados a crear un clima de miedo e intolerancia política entre la población. El miércoles pasado, los medios informaron sobre un incidente que recuerda la persecución de judíos en la Alemania nazi o la discriminación racial en el Estados Unidos de la “guerra fría”. De acuerdo con algunos reportes, un grupo de individuos obligaron a pasajeros de la línea 5 del Metro a firmar un documento para rechazar el triunfo de Peña Nieto. A quien se negaba, lo tomaban del cuello y lo insultaban.

Para decirlo rápido: López Obrador no sólo quiere evitar que Peña Nieto gobierne, busca ser la cabeza de un movimiento golpista.

Ha elegido como bandera de insurrección la idea del fraude. Hace seis años, con menos experiencia, se limitó a organizar un plantón en avenida Reforma. Hoy, su proyecto es más ambicioso. Lo ha venido urdiendo, trabajando en la oscuridad, con la asesoría de perversos personajes como el uruguayo Luis Costa Bonino y la solicitud de millonarias cantidades a importantes empresarios.

Desde hace varios sexenios, muchos tal vez, México no ha tenido un presidente con perfil republicano. Enrique Peña Nieto demostró a lo largo de tres meses de campaña ser un estadista. Privilegió el interés nacional y evitó entrar en el terreno de los insultos y las acusaciones. Está tratando de reconstruir, desde hoy, un país que la ineptitud y la perversidad se esmeran en seguir destruyendo.

Después del 1 de julio, México ha quedado dividido en dos frentes: entre quienes buscan un cambio por la vía institucional y los que creen en la anarquía. Los dados están en el aire. La apuesta debe ser: tener un presidente fuerte.