Más allá de partidos y candidatos

Raúl Jiménez Vázquez

Si en condiciones normales en el papel de los jueces electorales subyace una enorme trascendencia, ésta se magnifica en el específico caso de los comicios del pasado 1 de julio debido a los señalamientos que se han venido haciendo, primero por Andrés Manuel López Obrador y ahora por el dirigente del PAN y el excoordinador de la campaña de Josefina Vázquez Mota, en el sentido de que el proceso electoral ni fue limpio ni fue imparcial.

Tal circunstancia ya trascendió al ámbito internacional: en un comunicado oficial, la Casa Blanca hizo pública la certeza de que “México cuenta con la capacidad que se requiere para investigar adecuadamente las denuncias de fraude”; The Washington Post difundió que “la elección, al parecer, no fue tan pulidamente limpia después de todo, está creciendo la sospecha sobre el triunfo del candidato del PRI, no necesariamente sobre el conteo de los votos, sino sobre la manera en fue ganada la Presidencia”; y, finalmente, el diario alemán Der Spiegel no tuvo empacho en aseverar que “siempre que hay elecciones, la típica característica son las irregularidades”.

Lo anterior evidencia la extremísima delicadeza de la responsabilidad gravitante sobre los hombros de los integrantes de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, quienes en breve habrán de avocarse al análisis y resolución de las impugnaciones jurisdiccionales, incluida la controversia anunciada por el candidato de las izquierdas, para posteriormente proceder a la realización del cómputo final y la emisión del dictamen concerniente a la validez jurídica de la elección presidencial.

¿Cómo acometer tan significativa tarea? En mi opinión existe sólo un camino, consistente en el apego sincero y con total convicción democrática al marco jurídico inherente a esta fase del proceso electoral. Además de una prerrogativa de carácter político, votar y ser elegido en elecciones auténticas e iguales o equitativas es asimismo un derecho humano reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos “Pacto de San José”; su ejercicio es irrenunciable e insuspendible y, por consiguiente, no puede ser objeto de alteración o disminución alguna.

La relevancia internacional que acompaña al tema en cuestión tiene su espejo normativo en el plano nacional. A raíz de la reforma a la Carta Magna de junio del 2011, todas las autoridades tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos reconocidos en los tratados internacionales de los que es parte nuestro país, debiéndose otorgar en todo tiempo la protección más amplia a las personas (principio pro homine). Dentro de este ámbito mandatorio necesariamente está inmerso el trascendental derecho humano al voto.

Dicho imperativo gubernamental es el leitmotiv del llamado control de convencionalidad establecido por la Suprema Corte de Justicia de la Nación al sentar las bases necesarias para el cumplimiento de la sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos al resolver el caso Rosendo Radilla Pacheco, que constriñe a los jueces a preferir y hacer efectivos los derechos humanos aun si para ello fuere menester desaplicar oficiosamente normas que contengan disposiciones en sentido contrario.

Esta visión preeminente y garantista del derecho humano al voto constituye la piedra de toque y el muy sólido paradigma jurídico al que deberán ceñirse los magistrados electorales. Su puesta en juego, combinada con la desaplicación de los preceptos legales que puedan obstaculizar la constatación del cumplimiento pleno e íntegro de los atributos esenciales de la genuinidad y la igualdad o equidad electoral preconizados por los tratados humanitarios, es la clave para lograr la distensión del clima de encono político y superar así los nubarrones que han emergido en el frente supranacional.

Todo ello va de la mano con la exigencia de que los jurisconsultos estén conscientes de que, más allá de partidos y candidatos, los ciudadanos seremos los destinatarios finales de su decisión; siendo el voto la viga maestra de nuestra democracia y el puntal de la soberanía nacional, los electores somos los más interesados en que la tramitación de las impugnaciones y la calificación de la elección presidencial sean ampliamente satisfactorias y congruentes con los más elevados estándares de verosimilitud, calidad argumentativa, credibilidad, persuasión, lenguaje ciudadano, transparencia, máxima publicidad y rendición de cuentas. Al igual que Calpurnia, la mujer del César, sus determinaciones deben ser y parecer honorables.

Naturalmente debemos dar por descontado que los árbitros supremos del sistema electoral no recurrirán al odioso mecanismo del albazo, ni saldrán con la tomadura de pelo de una “resolución chafa”, un fallo legaloide, mediocre y carente de grandeza jurídica. Está en sus manos el que la sociedad siga creyendo en la adhesión a las prácticas democráticas como el método apropiado para la remoción pacífica de los gobernantes corruptos, abusivos o incapaces, o bien permitir que en el imaginario colectivo comience a acunarse la percepción de que el derecho es un obstáculo al cambio social, que los jueces proceden de manera ilegal, opaca o facciosa, y que la revuelta es la vía propicia para dirimir los diferendos políticos.

Lo peor que podría sucedernos a esta horas del partido es que a la crisis proveniente del extravío del sentido de la existencia colectiva, del desgaste de la identidad nacional y de la erosión del orgullo de ser mexicanos se aúne la derrota del derecho humano al voto, a manos de quienes son los primeros que han de preservar y garantizar su estricta observancia.