La distancia que existe entre el primer domingo de julio —día en que, por ley, se llevan a cabo elecciones para renovar el Congreso y elegir presidente de la república— y el 1 de diciembre en que rinde protesta el nuevo titular del Ejecutivo federal abre un vacío de 152 días que, en las actuales condiciones, resulta suicida para la estabilidad.

A partir de un análisis comparativo se concluye que México es uno de los pocos países donde la ley cava una enorme grieta entre el día de los comicios y la asunción del poder. En Estados Unidos, por ejemplo, Barack Obama se instaló en la Casa Blanca en 75 días; François Hollande, actual mandatario francés y en cuyo país se permite la segunda vuelta, llegó al Palacio del Eliseo el mismo mes de mayo, mes en que concluyeron las elecciones, y en Chile, Sebastián Piñera comenzó a trabajar en el Palacio de la Moneda setenta días después de haber sido elegido.

Los especialistas en materia electoral justifican que la distancia entre el día de la elección y la toma de protesta es necesaria para que el Tribunal Federal Electoral pueda desahogar el número de impugnaciones, pero argumentan también que la complejidad misma de la ley, sus vacíos y contradicciones obligan a contar con tiempo suficiente para estudiar y resolver las denuncias.

Cuando el Congreso aprobó la última reforma al Código Federal de Procedimiento e Instituciones Electorales olvidó que los 152 días que se otorgan para legitimar la elección sirven exactamente para lo contrario.

Es decir, para que candidatos como Andrés Manuel López Obrador monten escenarios para deslegitimar al ganador y crear escenarios de inestabilidad e incertidumbre.

El plantón de avenida Reforma que organizó el PRD en el 2006 para presionar al IFE y obligarlo a desconocer el triunfo de Felipe Calderón debió ser un aviso para que la nueva reforma electoral incluyera la disminución de los tiempos entre una fecha y la otra.

Los casi 60 días que han transcurrido del 1 de julio a la fecha no han sido útiles para el país. Han sido “tomados” por una asonada que busca asaltar el poder por medio de una campaña mediática que intenta a toda costa descalificar el resultado electoral.

La ley, tal como está, tiene un efecto inverso al propósito de perfeccionar y fortalecer el sistema político. Se trata de un esquema que da pie al protagonismo mediático y callejero. A un peligroso impasse que permite todo, incluso la preparación de golpes, intromisión extranjera o sabotajes.

Sirve a la delincuencia y a los mercenarios, menos a una sociedad que votó con la esperanza de obtener lo más pronto posible mejores condiciones de vida.

Y si nos colocamos en la otra acera, tampoco es saludable para quienes hoy pretenden anular la elección. La “granja electoral” que presentó en días pasados el candidato del Movimiento Progresista, López Obrador, es, cuando menos, un circo bananero propio del primitivismo cavernario.

La reducción de los plazos tiene que ser vista como un asunto fundamental para la futura gobernabilidad. Evidentemente el acortamiento de los tiempos tiene que correr paralelo a la simplificación de una ley que hoy resulta larga, contradictoria, engorrosa y llena de lagunas.

El reto de la democracia mexicana actual ya no sólo es garantizar la transparencia y confiabilidad de los procesos sino la legitimidad de los gobiernos entrantes. Los legisladores han querido ser tan democráticos, pesa tanto en los partidos el fantasma del autoritarismo que, a la hora de redactar la ley, terminan por convertir a los oportunistas en triunfadores.