Bajo el poncho rojo

Guadalupe Loaeza

Quiero recordarla, por eso conversaré, como a ella le gustaba, de tú a tú, con la gran Chavela Vargas una de las figuras de la canción vernácula más admiradas y controvertidas de los últimos años.

Del otro lado de la ventanilla, hay una ciudad oscura pero vestida de traje de luces, iluminada por sus casi 20 millones de habitantes. Es la casa donde había encontrado el cielo, los amigos, los tragos, el infierno, muchos de los grandes momentos que estremecieron tu vida. Y ahí, sentada, mirabas hacia esa noche, cómplice ya de tantas cosas tuyas, y recordabas, con una sonrisa, las veladas en el Tenampa, ese reino del mariachi y el tequila, junto a tu querido José Alfredo.

Hace ya 93 años que una tierra verde y llena de flores vio tu primer gesto y escuchó “un berrido, un canto”, como tú lo llamabas. San Joaquín de las Flores, en Costa Rica, tu pueblo, apenas te vio crecer. Años difíciles, dijiste: “No bastaba haber nacido en un rincón apartado, no bastaba ser miserable, no bastaba haber nacido niña y, por tanto, haber nacido para el desprecio y la explotación. Lo primero en llegar fue la poliomielitis. Estuve en una silla, cargada con unos fierros que inventó el herrero, hasta que todo aquel cuerpecito se cubrió de llagas”.

Esos días, en los que varias enfermedades se apoderaron de tu cuerpo, en los que tus padres se divorciaron, en los que vivías momentos de desamor y abandono, fueron los días en los que se forjó tu espíritu. ¿Cuántas niñitas se habrán sentido igual en esa Latinoamérica machista de principios del siglo XX? La soledad fue tu compañera y, en respuesta, tú te hiciste fuerte; decían que eras “valentona, indomable, arrogante”.

La adolescencia te llegó entre cafetales y plantaciones, ahí recogiste naranjas, cortabas el café, caminabas sola por los campos. Eras la rara: “Cuando era pequeña me dijeron que me iban a excomulgar por ser lesbiana. Yo era lo peor que se podía ser, y había llegado al límite al que podía llegar. Me decían aquellas cosas porque era niña y porque así me mataban el alma”.

Esa niña sola, humilde, que cantaba sola en el monte, se fue un día a la capital. San José te recibió en silencio, y tu padre, Francisco, no se alegró al verte. Tiempos difíciles, una vez más. Sólo te sujetaban a Costa Rica Ofelia y Rodrigo, tus otros hermanos, mientras México te esperaba generoso, listo para escucharte y para rendirse ante tu voz.

Carlos Monsiváis escribió: “Chavela Vargas, hemiciclo a José Alfredo Jiménez; voz que se reaviva con las generaciones; voluntad para vivir como le dé su regalada y republicana gana; su herencia está ya contenida en sus discos; ella canta y México la acompaña”. Tu presencia y canto nos han dado momentos de profunda nostalgia.

Cuando cantabas con esos “valientes cantantes mexicanos”, como Jorge Negrete, Pedro Infante o José Alfredo Jiménez, te enfrentaste con ellos a punta de… voz y canto. Querías cantar como los mexicanos y te hiciste amiga de los “grandes”.

Entre la década de los cincuenta y los setenta, Chavela ya era Chavela Vargas, aplaudida en cualquier escenario, adorada por intelectuales, artistas y por la gente de barrio. Te consideraban musa de Juan Rulfo, Agustín Lara, entre tantos otros. Con José Alfredo conociste el México bronco, la calle, los pleitos y las cuentas por pagar de mariachi. Llevaste tu canto herido a plazas como el Olimpia de París, el Carnegie Hall de Nueva York o el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México. En esos años te apropiaste del sufrimiento, la generosidad, el “sentir desde las entrañas” de los mexicanos.

España fue tu segunda casa. Tenías a los españoles vueltos locos, llenaban las salas donde te presentabas, te otorgaron la Gran Cruz de Isabel la Católica, te consideraban una “chica Almodóvar” y compraban tus discos como si fueran pan caliente.

Pedro Almodóvar, tu gran amigo, tu “alma gemela”, como has dicho, fue una de las columnas en que te apoyaste a mediados de los ochenta para volver a los escenarios, eras para el director manchego, “una de sus debilidades en la vida”.

El mundo estaba pendiente de Chavela, y lo sabías. Porque tú, “dama de poncho rojo, pelo de plata y carne morena”, como te describiera Joaquín Sabina, te nos volviste un must, un obligado para seguir unidos a las emociones fuertes, verdaderas, en resistencia a lo light que inunda hoy las calles.

Desde 1961, cuando grabaste tu primer disco, hasta ahora que no habías parado. Con Ana Belén y con Víctor Manuel grabaste un disco con temas de Armando Manzanero. Grabaste con muchos, pero de pocos compositores, siguías siendo fiel a tu José Alfredo Jiménez, a tu Agustín Lara, a ti misma. Auténtica, como lo fuiste siempre, no ocultabas tu tristeza al ver que no había buenos compositores en la actualidad. Tu repertorio no necesitaba más; con canciones como Amanecí en tus brazos, La llorona, Hacia la vida, El último trago o Se me hizo fácil, qué más se podía pedir. Y la Macorina, tu canción hito, es un cierre que no necesita palabras.

Gracias, Chavela, por tu música. Gracias por darnos tu sinceridad, tu entrega. Gracias por haber luchado contra viento y marea para salir siempre con la cara en alto. Gracias por esa vitalidad que te caracterizaba y te mantenía en pie. Gracias por tus parrandas, tus tequilas, tus experiencias. Gracias por enseñarnos que, a pesar de las enfermedades, de una infancia triste, del alcoholismo, de los momentos difíciles, se puede disfrutar de la vida. Los que te hemos escuchado nos sentimos privilegiados; tu canto era pura alma, fuego aguardentoso, emoción en estado natural.

¿Qué haremos sin ti, Chavela, sin tu voz que nos devuelve un México del pueblo, de la gente sencilla que se hace en los golpes de la calle?

“Le heredo al mundo y a los jóvenes libertad, que no agachen la cabeza ante nadie. Es preferible morir antes que vivir de rodillas”, dijiste hace algunos años. Así te recordaremos en México.

Isabel Vargas Lizano —su verdadero nombre— nació en San Joaquín de Flores, Costa Rica, el 17 de abril de 1919 y falleció en la ciudad de Cuernavaca, el 5 de agosto de 2012, a 93 años de edad.