Validez jurídica de la elección presidencial

Raúl Jiménez Vázquez

La evaluación y determinación de la validez jurídica de la elección presidencial constituye un acto de colosal e inobjetable trascendencia jurídica, política e histórica, tanto para la nación en su conjunto como para el adecuado funcionamiento de las instituciones emanadas de la Carta Magna. Por tal motivo, a fin de imprimir a dicho proceso mayores grados de legitimidad, certeza y objetividad, en 1996 el Constituyente Permanente sustituyó la calificación radicada en un colegio electoral erigido en el seno del Poder Legislativo federal por un procedimiento jurídico a cargo del órgano supremo en materia contenciosa-electoral.

Tal cambio de paradigma quedó estatuido en el artículo 99 constitucional de la siguiente forma: I) las impugnaciones que se presenten sobre la elección del presidente de la república serán resueltas en única instancia por la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, II) ésta realizará el cómputo final de la elección del presidente de la república una vez resueltas, en su caso, las impugnaciones que se hubiesen interpuesto sobre la misma, procediendo a formular la declaración de validez de la elección y la de presidente electo del candidato que hubiese obtenido el mayor número de votos.

La Sala Superior no es un órgano judicial de mera legalidad y por ende su actuación no es equiparable a la de otros tribunales de menor jerarquía; se trata de un verdadero tribunal constitucional cuyo cometido básico es garantizar a los ciudadanos que la elección del titular del Ejecutivo federal satisface todas y cada una de las condiciones, cualitativas y cuantitativas, inherentes a toda elección democrática, así como asegurar que el acceso a la Presidencia de la República está investido de plena e irreprochable juridicidad.

Esta función entraña una importancia manifiesta, razón por la cual no puede ser ejercida en forma caprichosa, discrecional o subjetiva, sino observando al pie de la letra el mandato constitucional que previene que las elecciones deben ser libres y auténticas.

Para ese propósito los magistrados electorales deben percibirse, asumirse y proceder como un órgano del Estado dotado de plenitud de jurisdicción e investido de los más amplios poderes jurídicos; ello les autoriza a suplir la deficiencia de la queja, practicar, incluso oficiosamente, las investigaciones o actuaciones procesales pertinentes y acopiar todos los medios probatorios que sean necesarios, sin más límites que los derivados de los tratados humanitarios y del articulado de la Constitución Federal.

En aras de esa plena jurisdicción deben privilegiarse el fondo sobre la forma, la verdad histórica sobre la verdad formal y los principios y la argumentación jurídica sobre las fórmulas hermenéuticas arcaicas y anticientíficas, definitivamente impropias del siglo XXI, las cuales están atrincheradas en una visión letrista o gramatical de la norma jurídica y en un concepto del Estado de derecho circunscrito a la exacerbación del mero legalismo. El enfoque que ha de presidir la calificación del proceso electoral deberá ser de un hondo calado constitucional y de un perfil definitivamente democrático y republicano.

Lo anterior, sin embargo, no sería suficiente, pues más allá de los doctos, los illuminati o los grandes iniciados del derecho o la ciencia política, a nadie le reportaría una ganancia democrática la emisión de una resolución apegada a los cánones o formas lingüísticas barrocas y alambicadas que tradicionalmente utilizan los jueces al emitir sus determinaciones.

Ello significa que, además del requisito formal de la debida fundamentación y motivación del acto de autoridad, el dictamen calificatorio debe ser creíble para el cuerpo ciudadano. Su contenido tiene que estar impregnado del ingrediente de la persuasión y ser capaz de forjar la percepción social de que la elección presidencial es genuina o auténtica en virtud de que se corresponde estrictamente con el marco constitucional, el derecho humano al voto y el derecho humano a la verdad. Sin este componente, el veredicto podrá ser legal pero indudablemente carecerá del requisito sine qua non de la legitimidad democrática.

Así pues, estamos en sus manos. Parafraseando a Julio César tras haber cruzado el río Rubicón, cabe decirles: Alea jacta est (la suerte está echada).