Derecho humano a la verdad
Raúl Jiménez Vázquez
Mediante decreto publicado el 10 de junio del 2011 en el Diario Oficial de la Federación se reformó el artículo 1 constitucional para disponer que todas las autoridades tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad.
También quedó estatuido que las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con la Carta Magna y los tratados internacionales en la materia, favoreciendo en todo tiempo a las personas con la protección más amplia posible; prerrogativa que es conocida en el derecho internacional como “principio pro homine” y cuya noción germinal reside en los artículos 5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y 29 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, “Pacto de San José”.
En breves palabras, el principio en cita significa que ha de estarse siempre a favor de la persona; por tanto, los órganos del Estado, sin excepción alguna, están obligados a aplicar la norma más amplia o la interpretación más benevolente cuando se trate de derechos protegidos, y, por el contrario, deben favorecer la norma o la interpretación más restringida cuando se trata de establecer límites a su ejercicio.
Esta valiosísima transformación constitucional fue complementada con los criterios fijados por la Suprema Corte de Justicia de la Nación al resolver en julio del año pasado el expediente Varios 912/2010, relativo al cumplimiento de la sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Rosendo Radilla Pacheco, una de las innumerables víctimas de la cruenta guerra sucia emprendida por el régimen en la década de los setentas.
Además de dar por sentada la obligación de proceder con estricto e invariable apego al “principio pro homine”, el Máximo Tribunal prescribió que, cualquiera que sea su rango o esfera de competencia, los jueces tienen el deber de desaplicar las normas que resulten contrarias a los derechos humanos plasmados en diversos tratados suscritos por nuestro país, lo que dio origen al llamado “control de convencionalidad”. Tal cometido es de carácter insoslayable y debe ser solventado incluso de manera oficiosa o bien supliendo la deficiencia de la queja.
Con la incorporación del sistema internacional de los derechos humanos a la normatividad suprema de los mexicanos emergió así un nuevo y revolucionario paradigma sustentado en el concepto medular de la dignidad humana, una novísima y extraordinaria manera de concebir, percibir, sentir y pensar el derecho, el Estado, el poder público y las relaciones con y entre los individuos; se trata de un prisma jurídico de alcances multidimensionales que rebasa el campo de lo meramente normativo para insertarse en el territorio de la antropología, la sociología, la ciencia política y el desarrollo humano.
La aplicación del naciente paradigma arroja luces de entendimiento definitivamente insospechadas, bastando dos ejemplos concretos para poner de manifiesto este enunciado: I) el Convenio 169 de la OIT consigna diversos derechos humanos a favor de los pueblos indígenas, como el ser consultados en torno a la pertinencia de proyectos empresariales o gubernamentales a desarrollar dentro de su espacio vital, lo cual les es negado por disposiciones legales o administrativas que ahora tendrán que ser desaplicadas; II) la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos contiene preceptos cuya aplicación ya no es procedente pues son claramente adversos al derecho humano a la imparcialidad y objetividad en la impartición de justicia, ya que, inverosímilmente, un mismo órgano audita, instruye el procedimiento sancionatorio, evalúa las pruebas, califica las defensas, emite el veredicto y sustancia el recurso de revocación.
Los magistrados de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no son ajenos a la reforma constitucional que nos ocupa, ni mucho menos están exentos del deber de ejercer oficiosamente el control de convencionalidad dispuesto por los ministros de la Corte. Al resolver el juicio de inconformidad instaurado por la coalición de las izquierdas y proceder a la calificación de la elección presidencial tendrán que implementar el “principio pro homine”, suplir la deficiencia de la queja y desaplicar todas aquellas normas, incluidas las emanadas de la Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral, que constituyan un obstáculo para hacer efectivo, entre otros, el derecho humano a la verdad.
Sin duda, ésta es una oportunidad histórica para la justicia electoral. Los togados están en posibilidad de demostrar a la ciudadanía su real compromiso con la reforma constitucional y su disposición para hacer valer el colosal discurso de los derechos humanos, portentoso paradigma jurídico del siglo XXI.
