Camilo José Cela Conde
Madrid.-¿Se deben cumplir las promesas electorales? Esa pregunta se la hacen muchos españoles hoy; en realidad deriva de otra de mayor enjundia, que formó parte de algunas de las discusiones más interesantes mantenidas por los filósofos analíticos, intuicionistas y utilitaristas allá en la primera mitad del siglo XX: ¿prometer algo obliga a tener que llevarlo a cabo? Los filósofos jamás llegan a ofrecer una respuesta clara y compartida pero, en el trance, hubo autores como Harold Prichard que dedicaron mucho tiempo y bastantes páginas a dilucidar cuál es el alcance de la obligación moral. Respecto de una promesa, por ejemplo.
Cien días después de tomar posesión de su cargo, el presidente François Hollande debe estar satisfecho a tal respecto: el 57 por ciento de los franceses considera que ha cumplido sus promesas electorales. No hace falta demasiado esfuerzo para imaginar cuál habría sido el resultado de una encuesta así en España. Pero las comparaciones, ya se sabe, son odiosas y además un tanto injustas; el presidente Rajoy lleva más del doble de esos cien días en el cargo. Bien es verdad que ha dedicado su tiempo a hacer lo contrario de lo que había prometido en la campaña electoral pero al menos yo no recuerdo cuando comenzó el baile del abandono de sus compromisos. ¿En marzo, a los tres meses de su presidencia? ¿Algo más tarde?
Como lo que estamos discutiendo no es si las promesas deben cumplirse durante un trimestre sino si han de hacerlo en términos generales, habrá que concluir que, o bien los presidentes —el de España, al menos— son filósofos desvergonzados o los filósofos resultan unos pésimos presidentes. De esto último hay constatación histórica sin más que recordar lo que le sucede a cualquiera con ciertas pretensiones académicas a la que llega al poder.
La idea de Platón del filósofo-rey no da para mucho; es mejor el filósofo-asesor, que es lo que fue en realidad Maquiavelo.
El maquiavelismo, con todas sus connotaciones peyorativas, es de lejos la mejor guía para hacerse con el poder y mantenerlo.
Como lo cierto es que el filósofo florentino dejó puesto, negro sobre blanco, que los príncipes han de guardar la palabra dada —aunque tenía muy claro que, en según qué ocasiones, el fin justifica los medios empleados para alcanzarlo— cabe entender que el mantenimiento de las promesas es obligado siempre que no hayan desaparecido los motivos que las determinaron.
Ahí está el problema. Un cínico diría que el único motivo que hay para prometer algo en campaña es el de ganar las elecciones; una vez obtenido el poder, las razones para guardar la palabra dada se esfuman. Un determinista radical se preguntaría qué hemos hecho los ciudadanos para que las promesas se esfumen de la mano de los motivos que había para mantenerlas. La culpa, insisten los gurús de la economía, es nuestra, del pueblo llano.
Qué felices deben ser los filósofos y los reyes de las religiones del libro, que pueden echar a los dioses la culpa de lo que nos pasa.
