Miguel Ángel Muñoz

Notre vie, ces chemins

Qui nous appellent

Dans la fraicheur des prés

Où de l’eau brille.

Ives Bonnefoy

Parece ser el destino de la modernidad artística afrontar la yuxtaposición de tiempos históricos, en un marco de representación visual apenas transformado, si de hecho la pintura es todavía el arte del siglo XXI. El pasado imaginativo, inmediato y lejano, pese de tal manera sobre el presente que convierte cualquier tentativa figurativa nueva en un mero ejercicio temporal a través de un paisaje de influencias estéticas no siempre aceptado. Se vive la sensación, de que el artista contemporáneo sobrevive dentro de un presente hecho de retazos en el que toda intervención, acción y propuesta creativa viene lastrada por una opinión generalizada que sostiene que, para bien o para mal, la experiencia artística posible debe asumir una concepción ambigua, de los mundos del arte, y aventurar nuevos modos de representación liberados de las limitaciones del espíritu de anticuario o memorialista visual para lanzarse, en suma, al acertijo de la obra con la remota aspiración de convertirla en un vínculo eficaz de expresión humana comunicativa y libre.

Desde que se diera a conocer hace veinte años, Sandra Pani (Ciudad de México, 1964), ha recorrido toda la estela de la pintura —pintura, como enfáticamente se decía en el radicalismo de los años ochenta, no sólo planteándose su analítica formal, sino acogiendo con fuerza sus abruptos acentos expresivos; esto es: su fuerza sentimental. Ha sido, durante este largo proceso, silenciosa y constante, obstinada, y, sobre todo, lo suficientemente intensa como para plantearse su quehacer, al cabo de los años, siempre como un principio, un recomenzar, que da frutos, cada vez distintos, o, por qué no, cada vez más distinguidos. Construidos por la luz. Como una sutil paráfrasis del poema de Louis Aragon, La artista fantasea mediante los ojos y la memoria un itinerario imaginativo que arranca de la agitación experimental inicial y nos conduce a un tiempo de sosiego teñido de tradición, audacia y autenticidad. Una imagen ajustada, a mi modo de ver, del proceso creativo de Sandra Pani. Tradición, realismo y libertad creativa son sin duda tres niveles de aproximación a la obra de Pani.

Tradición quiere decir orden formal y cromático, organización equilibrada del espacio visual. Realismo viene a serlo todo menos una consigna: es una mera invocación emotiva a la naturaleza y un desafío quizás intempestivo a las potencialidades de su transfiguración formal. Libertad creativa significa conciencia del límite, aceptación serena de unas presiones del oficio que han orientado a lo largo de la historia la sensibilidad estética: un mundo de pintura.

Para Pani, con todo, la pintura no es sólo comunicación. Es también acción, intervención selectiva en un caos expresivo a través de las formas; una calidad nueva que se alcanza en el momento mismo de la realización de la obra. Sabemos que Sandra es una artista de lecturas, una pintora que sabe buscar el estímulo intelectual acertado cuando precisa de una orientación conceptual o normativa. Expresión como acción y su resultado a la vez. No es casual, que viera en la experimentación cromática de Rothko y Hofman, un estímulo para la reflexión sobre el espacio y las funciones de la luz y el color como formas protagonistas de una nueva notación constructiva de corte clásico.

En este sentido, con la recreación del cuerpo, donde se ha fraguado artísticamente su mirada interior, ya nos encontramos con uno de esos mágicos cruces que articulan, sin verse el quehacer creativo, que es una labor llena de pausas, por dónde se escapan los tiempos muertos de la imaginación, de la meditación, pero también de las sensaciones inaprensibles, de los suspiros. Pani inventa en sus pinturas, dibujos o grabados formas nuevas, de cuya asociación se define la forma que constituye su signo gráfico distintivo. La forma, en definitiva, como logro del trabajo —recuerdo con asombro sus exposiciones Memoria del cuerpo en Casa Lamm, 2000; Geografía del cuerpo en Casa Lamm, 2003; De ser árbol en la Galería Estación Indianilla, 2008—, arduo y consciente sobre una gama reducida de elementos cardinales, que califica la obra acabada: color, textura y trazo. El color impone un ritmo pictórico que, en contrapunto, lo domina todo. La textura hace expresiva, la superficie plástica a la mirada o al tacto. El trazo impone la huella del artista en el concepto teórico, señala con intensidad no querida el estado anímico del hombre que actúa: marca la obra.

La historia del arte está repleta de muy variadas efemérides de estas vueltas y revueltas del artista sobre sí mismo, la mayor parte de las veces buscando el asidero material de la representación del propio cuerpo o mera figuración fragmentada. La forma como Pani nos ha mostrado a lo largo de su trayectoria, su preocupación y, por qué no, su obsesión por destruir y construir la figura humana a través de ramas, árboles, vegetales. Es difícil definir conceptos estéticos, no sólo por la cualidad de lo pintado o dibujado, sino que cada serie que crea Pani tiene una emocionante vida propia y la de la visión/vivencia que la artista ha ido depositando en ellas, sino, sobre todo, por la manera tan despojada, con que ahora se nos presenta su creación plástica. Quiero decir: que nos transmiten un cúmulo de sensaciones poéticas variadas, como la del acento físico de su materia, su sutil irradiación, su palpitante simbolismo, pero también la naturaleza desnuda u anónima de lo serial. En esta frágil línea fronteriza donde lo más trivial y humilde cobra un inesperado aliento poético, se ha movido siempre Pani, con lo que, cualquier trazo o detalle, acaba cobrando una fuerza muy especial, que no acaba en ello, sino que evoca el lugar original, ese espacio íntimo donde el estar es una forma de ser, algo que, de esta manera clamorosamente nos concierne.

Su concepción y tratamiento del espacio, por otro lado, ha ganado en complejidad. La plenitud de mediados de los años ochenta ha dado paso a una mayor sensación de profundidad; la composición rígidamente ortogonal, a espacios casi infinitos en los que navegan unas formas geométricas y unos signos que dejan sentir la huella de la mano; unos signos no temblorosos, pero sí abiertos y, en cierto sentido, palpitantes.

Sin embargo, el sentido de la obra reciente de Pani no se agota ni mucho menos en la transposición depurada de unos estados anímicos o de las certeras obsesiones creativas que impregnan sus obras. La pintura de Pani nos propone un arte que controla el azar. Y crear una nueva constituye un riesgo: un problema a partir de unos signos en los que convergen la tensión gestual, la urgencia técnica y la dureza misma de la materia pictórica. El desarrollo creativo se sitúa así en la encrucijada entre lo espontáneo y el control racional y se resuelve en un súbito y, en el caso reciente de Sandra, brillantísmo despliegue de sensaciones visuales inmediatas.

Los dibujos actuales, son, de pronto, el fruto maduro de una decantación, con sus colores sutiles, pero de tenue y refinada palpitación luminosa. La composición es sencilla y nítida: campos de color contrastados, pero de sutil aplicación homogénea, como una ligerísima capa transparente, en cuya superficie bailan fluidos gestos que tejen el ritmo y el relieve cromáticos de este espacio así animado cual si se tratase de una ondulación de compleja energía, la escritura musical de un pentagrama luminoso. Es el reino de la levedad del ser, cifrando su movilidad sobre el elástico lecho de figuras en colores blancos, amarillos, negros, ocres, grises…, aunque sería mejor su enunciación plural, porque lo es su matiz y su combinatoria. Todo apunta al desarrollo creador. Una invocación que es una evocación.

Esta serie de nuevas obras es, posiblemente, el puerto escudriñado por ella durante años de trabajo testarudo, en esa travesía caracterizada por la simplificación progresiva en la búsqueda de una pureza plástica y su desenvoltura. Tanto en las telas, como en los dibujos, vuelve a ponerse de manifiesto el carácter obsesivo de una labor en espiral. Pero, aquí, la artista simplifica al máximo su (inventada y elemental) geometría y, sobre todo, elimina la tensión que nutría a formas y espectros cromáticos para sustituirla por la acumulación y la superposición de planos. Con tal hallazgo de método, Pani alumbra las profundidades de un universo sólo explorable mediante una semi-abstracción y que proporciona a su quehacer horizontes ajenos a lo decorativo.

Estos maravillosos dibujos de Sandra Pani son, efecto, una decantación, que se extiende y gotea como algo que se precipita al cabo de un tiempo largo para quedarse tan sólo con la esencia. Un casi nada, que es el registro de casi todo. Una atmósfera. Un signo. Apenas un estremecimiento. El brillo que resta cuando se retira el agua en el litoral, iluminado por luces rasantes, y, por un momento, todos los elementos entremezclados, se nos muestra el deslumbrante reflejo. Es, quizá, sólo un pequeño fragmento perceptible de la inagotable pintura, pero inolvidable, y, por tanto, lo más inaccesible: la pureza; no, mejor, la inocencia de la mirada. ¿Cabe algo más esencial?