Carmen Galindo
Primera parte en que se relata que la filosofía es un recuerdo infantil de Jorge Luis Borges y otras revelaciones que no adelantamos, porque a su narración se dedican las siguientes líneas.
Como muchos periodistas mexicanos, he visto a Borges; como todos, intentaré (sin eficacia) rememorar esos instantes. He escuchado, he creído escuchar de sus labios los signos claves. La palabra ajedrez y la palabra espejo, la palabra tiempo y la palabra ciego. Con insano fetichismo, con emoción también, he escuchado nítidamente el nombre de Heráclito y el de Beatriz Viterbo.
Sin señales, ni premoniciones, amaneció el día en que habría de conocer a Borges. A las tres de la tarde, con al acostumbrado retraso que siempre me deja fuera de los acontecimientos, leo en un diario que Borges ha llegado a México. Su presencia me parece natural e igualmente lejana; me regocijo, sin embargo, pensando en la cara sonriente de Miguel Capistrán, en su (ahora) desmentida mitomanía. Pienso en las caras sorprendidas de muchos y en las muchas veces que Miguel aseguró que Borges llegaría a México a su lado. A las cinco, Capistrán me convida, por teléfono, a conocer a Borges e imagino una última broma, un castigo a mi desconfianza: Miguel se disculpa porque Borges duerme. No es así, Paco-Paco (un viejo -aunque sea joven- conocido) abre la puerta.
Un par de periodistas se despide de Borges. En el último momento, el escritor les comunica lo que no debían ignorar: que fue director de la Biblioteca Nacional, que no quiere a Perón, que escribe con Claudina Hornos de Acevedo un libro sobre Spinoza. Los periodistas sacan, otra vez, sus cuadernos de notas y Miguel se dirige a la recámara para hablar con Claudina, la amiga de Ginebra, vale decir la amiga de la infancia suiza de Borges. Al irse los periodistas, mi hermana Magdalena y yo quedamos frente a Borges, a solas. Tan fácil como es, ninguna sabe cómo advertirle nuestra presencia. Finalmente, Malena dice: Somos dos periodistas. Yo le grito a Miguel y delante de Borges, le suplico: No nos dejes solas con. él.
“Soy ciego”, dice Borges. Le contesto con ineludible descortesía, que no logra atenuar el suave tono de la voz: Ya lo sabemos, Sr. Borges. No es inútil la advertencia, Borges tiene los ojos claros y los fija con precisión, como si nos viera. Nos invita a interrogarlo y descubro con asombro que no llevo ninguna pregunta y, lo que es peor, todas me parecen superfluas. De la misma manera que elegí un bonito vestido para un hombre ciego, digo que de idéntica manera, busco en mi cuaderno unas preguntas que sé que no he escrito.
Obligada por el silencio, me escucho decir: En alguna página de “El jardín de senderos que se bifurcan”, Ud. escribió: “Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo”. (Y aunque no ignoro que sería más halagador citarlo de memoria, finjo leer –ante unos ojos que no me miran- unas líneas que, hasta ese día, desconocía que estuvieran en mi memoria). Borges responde a la pregunta implícita: “Sí, soy yo”. Enseguida comprendo que he hecho una pregunta obvia, por no decir tautológica. Con generosidad, Borges comienza a hablar: “Ese pasaje es una confesión muy transparente. El tiempo es el problema esencial. Si lo resolviéramos, sabríamos qué es el universo y qué somos nosotros, lo que sería tal vez lo menos importante”.
Le cuento que Valquiria Wey, una compañera de la Universidad, escribe una tesis sobre Borges y los presocráticos. “Me ha interesado siempre esa filosofía. Fuera de la India y de China, nadie había pensado. Los griegos, los de la Magna Grecía (y abre las alegres aes como lo sabe hacer un verso de López Velarde) “Los griegos, los de la Magna Grecia, empezaron a pensar y desde entonces continuamos intentándolo. El Antiguo Testamento es una obra admirable, pero no lo es desde el punto de vista de la lógica. Como argumento, el Libro de Job es pobre, confuso, pasa de la metáfora al mito. Ciertamente, admirable, pero… Los presocráticos son contemporáneos nuestros. Yo recuerdo cuando era chico, mi padre me llamó, me mostró un tablero de ajedrez, tomó dos piezas y me dijo: bueno, esta pieza, un alfil, es Aquiles. Y yo le dije muy orgulloso, sí ya sé, el de los pies ligeros. Exactamente, me dijo mi padre. Y esta torre es la tortuga… Y me empezó a explicar la ventaja mínima, la infinita”. Con imprudencia, Malena y yo nos reímos y Borges detiene el relato de la aporía de Zenón, el de Elea, sobre la pequeña ventaja concedida a la tortuga que, sin embargo, por la posibilidad de dividirla infinitamente, impide a Aquiles ganar la carrera.
“Mi padre me llamaba y me preguntaba: La naranja tiene todo el día gusto de naranja ¿crees que es la misma naranja todo el tiempo? Y otra tarde: el olor de la naranja está en la naranja, pero ¿crees que la naranja conoce que tiene fragancia de naranja? Me dejaba con esas perplejidades. Más tarde, comprendí que mi padre me enseñaba la historia de la Filosofía, pero si me hubiera enseñado entonces con épocas y autores me hubiera muerto de tedio. Mi padre, ya murió, era profesor de Psicología y sabía enseñar: con amor por las ideas, sin nombres propios. Yo quiero mucho a mi padre. Lo quiero, aunque ya murió”.
Con apresuramiento, cito una frase fuera de contexto y Borges la malinterpreta. Una vez, Ud. escribió: “Lo demás es sintaxis, literatura”. Me pregunta sonriendo: “¿Tan despreciativo estaba yo? No, mire, es casi un verso de Verlaine, un autor tan injustamente olvidado”. Recita una estrofa de Verlaine y en el último verso puede reconocerse la frase borgiana: “Tout le reste est littérature”.
Segunda parte
Hace unas sananas apareció en estas mismas páginas [del periódico Novedades], la primera parte de una entrevista con el escritor Jorge Luis Borges; en las siguientes líneas, con injustificado retraso, intentaré recordar el resto de esa conversación. En aquella ocasión, Borges habló de su padre y de la filosofía presocrática, mencionó el olvidado nombre de Verlaine y se refirió, también, al inquietante problema del tiempo.
Le insisto (sin poder demostrarlo} en el sesgo clásico de su literatura, en su sintaxis breve y premeditada, perfecta; en el contraste de este estilo clásico, sabiamente atenuado, con la naturaleza barroca de los textos. Aludo a la selección, cada vez menos barroca de sus antologías. “Cuando empecé a escribir -explica- era muy tímido. Imaginaba que si al escribir ponía lo que pensaba, todos se darían cuenta de que era trivial, banal. Ahora pienso que era un error. Empecé siendo barroco y ahora trato de ser legible y no hacerme notar demasiado, En esos años, todos queríamos ser Leopoldo Lugones Todos hablábamos mal de él, pero era para despistar. Le copiábamos su defecto: el abuso del diccionario. Ahora, ya no trato de ser Lugones; ni Borges, porque ya lo soy.
Menciono la polémica de Florida y Boedo, los grupos literarios de la juventud borgiana. Reducidos al esquema de la clasificación: los de Boedo son señalados como “comprometidos”, sociales; los otros, como “estetizantes”, de torre de marfil. Numerosos agravios ha recibido Borges por esa vieja culpa, sin embargo, se ríe. “Ese grupo nunca existió. Yo le dije a Victoria (y naturalmente se refiere a la celebérrima Ocampo) que para formar la revista Sur deberíamos compartir ciertas convenciones. Tener las mismas aficiones e idénticas aversiones: no era así”. Murmura y sólo escucho la palabra falso y enseguida, añade con claridad: “Cada quien escribe para sí mismo“.
Después de una pausa, vuelve al tema: “Pensábamos que era bueno que hubiera polémicas para interesar a la gente en la literatura. Yo quiero estar en uno, dije, ya no recuerdo en cuál; me dijeron, es demasiado tarde, tu nombre está en el de… no recuerdo (y sé que miente; sé, igualmente, que finge acordarse cuando agrega con certidumbre:) el de Florida. Mire, había escritores como Nicolás Olivari, que pertenecía a ambos. Fue una broma con fines publicitarios y ahora las universidades lo toman en serio”.
Le digo: ¿Entonces fue más o menos como la frase de Gertrude Stein sobre la generación perdida? Y replica: “Si tenía a Hemingway y a cummings, no estaba tan perdida”.
Sin interrupción, continúa: “Todas esas bromas las toman en serio los profesores y lo digo sin… yo también he sido profesor. Se habla de tal grupo, de tal generación, de los hombres de tal fecha. Ahora mismo, no sé, creo (y su titubeo acentúa el absurdo) sí, estamos en 1973, pero podríamos estar en 1972 ó 1974. No importa la fecha, eso sólo les importa a los historiadores de la Filosofía. En la India son más inteligentes, consideran toda la filosofía como contemporánea. Se usan palabras actuales para rebatir antiguas ideas y no le dan importancia a la historia, sino al pensamiento. Cuando los ingleses quisieron estudiar la filosofía de la India, se encontraron con que nadie sabía de las fechas” y de alguna manera, más allá de las palabras, Borges pone en tela de juicio desde la historia hasta al imperio británico, y todos nos reímos.
“Y la literatura es igual. Emerson dijo que los grandes libros parecen escritos por un solo caballero omnisciente. Es el caso de la Biblia. Valéry ¿o dijo Borges otro nombre y yo predico ya con el ejemplo caricaturesco?) Valéry deseaba una historia de la literatura sin nombres propios.
Sr. Borges, se dice que Ud. es un escritor frío, yo no comparto esa opinión; la experiencia intelectual es parte de la vida de un hombre y, además Ud. se deja ver en sus escritos y… pero como Borges no desaprovecha ninguna oportunidad para hacernos sonreír, me interrumpe: “Se trasluce que soy una persona escandalosamente sentimental”. Ya animada por su risa, curiosa también, pregunto: Todos los periodistas tratan de encontrar su vida personal en las páginas de su literatura, a pocos se les ocurre que cuando Ud. menciona la Enciclopedia Británica está recordando su infancia, cuando jugaba, no con los juguetes tradicionales de los niños, sino con los tomos de la enciclopedia, pero hay un caso, en El Aleph, que creo que tiene algo autobiográfico en el sentido en que se preguntan los periodistas ¿Quién es Beatriz Viterbo?
“Yo he estado muy enamorado de ella. El Aleph lo escribí como una elegía. Nunca me quiso. Su verdadero nombre aparece en el cuento atribuido a otro personaje. Es como un juego de espejos, pero ella, que leyó el cuento, nunca se reconoció. Mis otros personajes han sido creados por necesidades de la ficción, pero Beatriz Viterbo era una persona de carne y hueso. Toda mi vida esperé que alguien me hiciera esa pregunta. El cuento tiene una vitalidad y Ud. lo ha notado, quiere decir que ahí está, siempre había creído que no se notaba, que había fallado al escribirlo. Curiosamente, la verdadera Beatriz temía que otro personaje se ofendiera al reconocerse, porque el primo (Carlos Argentino Daneri en el relato) también es real. También él lo leyó, no se reconoció, ni las parodias de sus atroces versos. Le gustó el cuento, me felicitó.