Crónicas NYquinas

María Eugenia Merino

Nueva York.- Martes 11 de septiembre de 2001, 9:00 p.m.

Hoy, Nueva York perdió algo más que sus Torres Gemelas, emblema de la ciudad que nunca duerme, un par de rascacielos que, junto con los edificios del Empire State, la Chrysler y muchos otros, formaban parte del paisaje de la Gran Manzana.

Los lugares comunes no alcanzan para describir la magnitud del ataque terrorista que esta mañana dejó un enorme hueco en la geografía del cielo de Manhattan, un sector donde la gente podía alzar la vista y ver que sus torres ahí estaban, como siempre, presidiendo el panorama con la ciudad a sus pies y, hacia el sur, la Estatua de la Libertad. La gente luego podía continuar su camino y su rutina cotidiana.

Pero esta mañana algo cambió. Cuatro aviones comerciales fueron secuestrados por terroristas y dirigidos a diferentes puntos en Estados Unidos, en lo que parece un ataque concertado con precisión coreográfica. Los dos primeros aviones se impactaron, con una diferencia de sólo 18 minutos, en las Torres Gemelas. Media hora más tarde, otro avión tuvo como blanco el edificio del Pentágono y otro más se estrelló en Pennsylvania, en las cercanías de Pittsbourg, sin haber cumplido con su objetivo.

Caos y múltiples escenas de terror y de sufrimiento es lo que reinó esta mañana en el World Trade Center. Personas que se aventaban por las ventanas ante la inminencia del fuego y del derrumbe; por las calles aledañas la gente corría tratando de escapar de algo que no alcanzaba a comprender.

En la confusión de esos momentos, en uno de los edificios, en alguna parte sonó un teléfono; quien llamaba preguntó qué era lo que estaba pasando y la respuesta fue: “We are fucking dying”, palabras que no necesitan traducción para dar cuenta de la desesperación y el terror que la gente debió haber pasado.

El área está incomunicada y se encuentra sin electricidad; los teléfonos celulares están prácticamente muertos no sólo en Manhattan sino en las ciudades vecinas, y el servicio de larga distancia para quienes queremos comunicarnos con nuestra familia está trastornado. El metro dejó de funcionar, y para esta tarde sólo algunas líneas fueron puestas en servicio, pero el paso a Downtown está restringido y sólo tienen acceso los servicios de urgencia.

Las fronteras con Canadá y México fueron cerradas y todos los vuelos a lo largo del país están suspendidos; los vuelos internacionales cuyo destino era Estados Unidos están siendo desviados a Canadá.

Todos los puentes y túneles que conectan la ciudad con Brooklyn, Queens, Bronx, Yonkers y el resto de las ciudades del estado están cerrados. La gente está siendo desalojada por el puente de Brooklyn, que ofrece un aspecto de éxodo, una fantasmal caravana de personas llenas de polvo y desolación.

En las primeras horas después del ataque, el tráfico enloqueció; en este momento, sin embargo, las calles y avenidas están casi vacías, y el área de lo que llaman Ground Zero fue evacuada.

La actividad está paralizada, todas las oficinas públicas cerraron, y sólo quedan los servicios de urgencia; se suspendieron las elecciones locales programadas para hoy, las actividades en las escuelas y los juegos de baseball, entre otras cosas.

Quizá lo más extraordinario, aun dentro de una tragedia como ésta, es la reacción de la gente. En una ciudad donde las personas evitan cualquier tipo de contacto con los demás, incluido el contacto visual —y no podemos saber si se trata de un excesivo respeto hacia las otras personas o un de celo excesivo hacia la propia privacidad—, ahora en la calle buscan ese eye-contact que antes evadían, como si hoy buscaran una respuesta a “¿Qué carajos está pasando en este mundo nuestro?”

La gente busca compartir su sentimiento de sorpresa, de incredulidad, de coraje, y se reúne en las calles, frente a los aparatos de televisión o de radio en las tiendas, en los bares, en las banquetas de Times Square, a veces hasta por horas, imposibilitada de hacer cualquier cosa porque no hay cosa alguna que uno pueda hacer.

Una gran cantidad de jóvenes une sus esfuerzos de manera espontánea y ordenada en los puestos de socorro, bajo la guía de las fuerzas organizadas para el rescate de víctimas, para el desalojo. Voluntarios de todas las edades se congregaron en los alrededores de City Hall para llevar agua y café, mantas, medicinas. En las iglesias de todos los credos la gente está rezando.

La noche ha caído ya. Hoy fue un día increíblemente soleado que se oscureció con una nube de polvo y humo. Las sirenas de las patrullas de la policía, de las ambulancias, de los bomberos no han dejado de sonar, hieren el silencio mientras atraviesan la ciudad.

El peligro no ha pasado: siete edificios más han colapsado desde esta mañana que cayeron las Torres Gemelas y muchos otros están en riesgo de incendio. Ahí se perdieron muchas vidas y se lastimaron muchas otras.

Sólo puedo dar cuenta de lo poco que he podido saber gracias a la televisión que vi en las calles, y la radio que escucho en la soledad de mi estudio. Aún es demasiado pronto para procesar mis sentimientos.

En unos meses, el ataque terrorista al World Trade Center y al Pentágono ya no será noticia; será sólo un recuerdo del día en que fueron atacados los símbolos del poder económico y militar de Estados Unidos. Pero no para los neoyorkinos que hoy —quizá— perdieron un poco de su esperanza en la humanidad.

Ahora no puedo escribir más, quizá mañana, o dentro de un año, cuando no sienta en el corazón esta dolorosa opresión.