Mariana Bernárdez

Amanece entre el sol y el frío húmedo, amanece y las sábanas me resguardan de la marcha del día y del insomnio, de la noche con su tropel de ausencias que en látigo azotan la conciencia. Me pregunto si en ese silencio es posible la vida y la muerte, y escribo estas palabras que me piden ser escritas, aún de saber que no habrán de decir lo tanto, ese torbellino que se amuralla para no astillar lo esencial.

Suena el mundo porque suena la palabra en su vuelo, quizá lo que más duela de la ausencia sea el silencio, el espacio de la conversación donde se alcanza el vínculo de pertenencia más alto a darse: ser uno con el otro. Enamora la palabra dicha porque penetra por el oído y se deposita en el interior, habita y hace comunidad de sentido sin apenas rozar el periplo del entendimiento, tan natural como el pan compartido o el agua que refresca la garganta cristalizada. Quizá del fondo que emerge permanezca el sonido de un latido inextinguible, ese ritmo que responde a uno ancestral, y que en ocasiones, semeja al del caracol que en su espiral recoge el del mar.

Efervescencia del alba al despuntar el cielo, como si la luz inscribiera su vientre en el solaz canturreo de las tórtolas, las que acuden a la ventana a refrendar una sabiduría que desconcierta a quien despierta con su murmullo. Van de rama en rama, del hule al fresno, al liquidámbar, al trueno, en esas alturas el mecer de las copas ha de ser la ruta cierta al nido oculto. Lenguaje de pájaros y del silencio, todo pareciera reducirse a una cuestión de cielo, aunque sea condición humana conocer la anchura de la tierra para alcanzar la ranura del sueño.

El silencio se guarda, expresión por demás sorpresiva ante el barullo, ¿dónde se guarda y por qué se guarda?, ¿ante el parloteo impertinente?, ¿ante la inhabilidad de imponer un momento de paz? Guardar silencio para acallar el enjambre de palabras carentes de sentido, ¿no sería mejor decir “guarda palabras”? Sin duda, la eminencia del silencio es de tan profundo impacto que su mero aparecer serena la estridencia, y se interna provocando una calma tal, que hasta el chirrido dislocado se aquieta.

Atiendo el gorjeo de los pájaros, semeja más la proyección del silencio sobre el espacio que la del sonido sobre el aire, su línea se extrema hasta chocar con el viento, luego habrá de aparecer la imagen, ¿no lo señala así el trueno, y después su contraparte, el relámpago? La aparente disociación del sonido y del campo visual va más allá del juego cotidiano que enmarca la percepción. Tal sería el caso, al entrecerrar los ojos y adivinar la luz trazando a su paso el espejo de agua y escuchar su pauta: ese murmullo exaltado de la vida en su crear perpetuo.

Distinta es la imagen de la ciudad en su actividad febril, hervidero que exacerba los sentidos y extrema la intensidad cada segundo; por donde se ande se escucha el ruido de un animal acechado por el falso entendimiento y la miseria, estertor distante al sonido de la selva en Calakmul o la inmensidad del Nevado de Toluca o Cerocahui en la Sierra Tarahumara…, en mi andar por las calles, pienso que la visión de Anáhuac debió rebasar toda palabra posible. Veo el cielo encumbrado de nubes exacerbadas y el agua contenida que habrá de confirmar su reino en este mundo. El amanecer irradia su luz hasta recortar la figura de los volcanes. Ante lo inmenso sólo es posible guardar silencio.