Meros administradores de normas


Sólo el voto de aquél que afirma con él su propia libertad

puede acelerar la abolición de la esclavitud.

Henry David Thoreau

 

 

Alfonso Suárez del Real y Aguilera

El previsto desenlace de la impugnación a la elección presidencial —presentada en forma y tiempo y sustanciada con pruebas por el Movimiento Progresista—  generó la consecuente repulsa de la coalición de las izquierdas  hacia la sentencia final de los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, quienes, apegándose a una mera función de administradores de normas, consolidaron la estrategia de la presidencia inevitable que permitió el acceso de Enrique Peña Nieto como el 57 presidente de los Estados Unidos Mexicanos.

El automatismo con el que actuaron los responsables del Poder Judicial en este asunto da toda la razón a la ácida crítica que John Henry Merryman —oportunamente insertada en su última novela, Justicia, por el abogado Gerardo Laveaga—, quien emite sobre el lastre que representa la tradición jurídica romano-canónica en sistemas como el nuestro, en el que se asume el servicio judicial como una carrera burocrática y a la función judicial se le constriñe a una estrecha mecánica y falta de creatividad, que obliga a la aplicación de fórmulas y machotes, actitudes perfectamente aplicables a todos y cada uno de los argumentos esgrimidos por los magistrados del Tribunal Electoral que calificaron de impoluto un proceso electoral manchado por la aplicación de una estrategia de mercadotécnica electoral que derivó en una angustiada compra del voto ante la irrupción de un factor opositor inesperado —conformado por un grupo de jóvenes estudiantes de la Iberoamericana—, que frenó el imparable estribillo de la cantada victoria del candidato priista por sobre sus adversarios.

Sirve para acreditar la superficialidad que sustentó la calificación del proceso electoral presidencial, el núcleo argumentativo del magistrado Manuel González Oropeza, quien subjetivó la acusación de manipulación —acreditada por el uso discrecional de las encuestas, sumado a los miles de mensajes subliminales insertados en contenidos de telenovelas, de programas de entretenimiento, junto a una consuetudinaria exposición mediática del candidato y su familia en las principales revistas de espectáculos y  actualidades—; para el integrante del tribunal, las izquierdas insultaron a quienes sufragaron a favor de Enrique Peña Nieto, cuya voluntad se ubica mucho más que (la de) simple autómata, evadiendo con ese sustento su responsabilidad calificadora a través de una flamígera apología del voto razonado que resulta insostenible ante un análisis científico e imparcial de todas y cada una las pruebas puestas a su disposición.

Ante la falta de rigor y la aplicación mecánica de las normas, Andrés Manuel López Obrador llama a la desobediencia civil —opción política curiosamente gestada por Henry David Thoreau, un estadunidense que se opuso a pagar el impuesto de apoyo a la guerra que Texas declaró a México en 1846, lo que motivó su aprehensión, y tras su liberación redactó sus reflexiones bajo el título de Desobediencia civil—, sustento de una forma de discurso público, con una función pedagógica, como bien la define Habermans en su ensayo sobre el tema.

La desobediencia civil es pues una legítima expresión política, sujeta indisolublemente a la no violencia y a una actitud pacífica, a través de la cual se manifiesta el desacuerdo colectivo sobre un acto inmoral o contrario a derechos básicos y a los principios constitucionales,  y es —como sugería Thoreau—, una afirmación de la propia libertad, y un acelerador de la abolición de cualquier forma de esclavitud, defendiendo con ello la legitimidad del sistema democrático como el más correcto para la adopción de decisiones colectivas.