Camilo José Cela Conde

Madrid.-Cuando murió Santiago Carrillo (18 de enero de 1915 – 18 de septiembre 2012, un suspiro antes de cumplir los cien años, el diario que más se lee en España lo despidió con un titular en el que le llamaba “artífice de la reconciliación”. Es obvio que se refería a los pactos políticos que, tras el declive del franquismo, dieron paso al Estado de derecho. Pero otro diario madrileño, de gran peso en el arco parlamentario más escorado hacia estribor, le llamó a Carrillo, recién muerto, “último símbolo de las sombras comunistas”. Como mayor recuerdo de su legado mencionaba la matanza de Paracuellos durante la guerra civil, un episodio oscuro de fusilamientos durante la Guerra Civil en el pueblo cercano a Madrid. ¿Reconciliación? Leyendo cosas así cualquiera diría que Carrillo logró que se diese, sí, pero en Nueva Zelanda.
La Guerra Civil española fue un enfrentamiento de numerosas aristas en el que se dirimieron incluso odios de vecinos. Pero cuando se habla de ella bajo el prisma de las “dos Españas” es la ideología la que queda retratada. Buena parte del país de Carrillo, de Franco y de Cervantes sigue anclado en lo mismo; no hace falta ser un lince de la interpretación para entender que hablar del símbolo de las ideas comunistas es lo mismo que mantener viva la herida que abrió el Glorioso Alzamiento Nacional —como me enseñaron en el colegio que había que decir—, un golpe de Estado donde los haya. Pues bien, casi cuarenta años más tarde, esto es, cuando han transcurrido dos generaciones tras la muerte de Franco y cuatro desde que el generalísimo dictase el parte final de la guerra, seguimos en lo mismo: están la España nacional y la España roja, de cuyas sombras resulta ser Carrillo, mire usted por dónde, su último símbolo.
Un problema muy serio de las dos Españas es que, de su mano, se nos están colando varias más. La recuperación de aquella lucha ideológica ha vuelto, de la mano de la salida de la crisis económica. Con el argumento de que los ciudadanos le dieron la victoria electoral casi por aclamación, el gobierno español está colando cambios en leyes —como la del aborto— que nada tienen que ver con la deuda pública. Se diría que es preciso rematar a los muertos y, de paso, a todos los que volvieron del otro mundo creyéndose lo de la reconciliación. En ésas estábamos cuando los flecos de la crisis ponen en marcha más enfrentamientos, con Cataluña pidiendo la independencia en las calles y las autonomías aforadas, es decir, Navarra y el País Vasco, atentas para ver lo que pueden pescar en ese río revuelto.
Creyentes y laicos; izquierdas y derechas; ilustrados y cavernarios. Las dos Españas de antes eran ya muchas pero ahora, hay más. Tan confuso anda el panorama que hemos tenido que inventar un mantra —la España federal— para consolarnos. ¿Alguien sabe qué quiere decir eso, qué diferencia implica respecto de la otra España, la de las autonomías? Estados Unidos es una federación, México, también, y Suiza lo mismo. Ni siquiera se parecen. Al menos ahí llevamos ventaja: nosotros, los españoles, no nos parecemos a nadie cuando se trata de sacar a la luz los odios de siempre.