El primer informe de gobierno de Eruviel Avila estuvo plagado de señales políticas. La primera y más importante de ellas —dentro de un contexto social en el que hay 52 millones de pobres— es que el mexiquense dio un mensaje desde la Calle. Hizo hablar al niño invidente y al escolar descalzo, a la mujer desempleada, al joven recién egresado y al ciudadano agredido por la inseguridad.

La segunda señal es que Enrique Peña Nieto, presidente electo, compartió los asientos con militantes y simpatizantes del PRD: Graco Ramírez, futuro gobernador de Morelos; Javier González Garza, hombre cercano a Cuauhtémoc Cárdenas, hoy asesor de Marcelo Ebrard, y Miguel Angel Mancera, próximo jefe de Gobierno del Distrito Federal.

Los cuatro se saludaron con respeto y naturalidad. Se reconocieron políticamente; abrieron, con el gesto, puertas y ventanas para la colaboración. La presencia de los perredistas en un acto eminentemente priista, encabezado por Peña Nieto, representó sin duda la aceptación que hace esa parte de la izquierda del fallo emitido por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

A estas señales deben agregarse otras. Por ejemplo, la civilidad con la que Felipe Calderón y Peña Nieto han comenzado a pactar el cambio de poderes.

Decir esto, en otro país, sería una obviedad; pero dentro del primitivismo político nacional donde “lo cortés sí quita lo valiente” y donde muchos apostaban y siguen apostando al “fin del mundo” —porque no ganaron ellos—, representa un cambio importante, cierta evolución, de la cultura democrática.

El triunfo de Andrés Manuel López Obrador hubiera obligado a Calderón no sólo a exiliarse sino a huir del país, a desaparecer la noche del 30 de noviembre para evitar que López Obrador ordenara, una vez que le entregara la banda presidencial y en el mismo Congreso, su aprehensión.

Con el encarcelamiento y el juicio político al expresidente panista, México entraría en un proceso dictatorial de inimaginables consecuencias internas e internacionales.

La amabilidad, las sonrisas, los abrazos y palabras de reconocimiento de Calderón a Peña nada tienen que ver, sin embargo, con las condiciones en que el actual mandatario va a entregar la nación.

El próximo presidente de México va a recibir un país institucionalmente deshecho y socialmente roto. Esa es la razón y no otra por la cual Acción Nacional perdió el poder. Es lo que alienta y da vida a los movimientos que hoy acampan en la Calle, a la espera de que Peña Nieto se equivoque, retrase, minimice o evada lo social para iniciar el asalto a Los Pinos e impedir que concluya su mandato.

Por primera vez, el verdadero equilibrio del Poder Ejecutivo no va a estar en el Congreso ni en el Poder Judicial, sino en la inconformidad y la protesta ciudadana. Para decirlo metafóricamente, el otro poder —y un poder con más peso real que los otros— es el que ha comenzado a nacer en la Calle. Así con mayúscula, Calle, para que se entienda la trascendencia de su presencia y magnitud.

De ahí la importancia política que tuvo el informe de Eruviel Avila. El Estado de México sirvió como escenario para adelantar una especie de cogobernabilidad con la izquierda en materia social. El nombramiento de Rosario Robles en el equipo de transición forma parte del mismo mensaje.