Carmen Galindo

Antonio Alatorre se llamaba a sí mismo filólogo, algo así, si no recuerdo mal, como amante de las palabras. Y lo era. Se aventuraba, aunque no solía aceptarlo, por la teoría literaria. Sin embargo, prefería hablar de la literatura en concreto, de un poema de Góngora en particular, de otro de Quevedo e incluso se atrevió a contar la historia de la lengua española. Era el alma, o si prefieren el espíritu, de la Nueva Revista de Filología Hispánica. Y hace apenas unos cuantos meses, ponga usted a mediados de mayo, se revela, y de eso tratan estas líneas, como novelista. La migraña[i] se titula su obra. Y adelanto el juicio, que al fin y al cabo no es narración de misterio, su magistral relato.

Decir que recuerda Por el camino de Swann, de Marcel Proust, es proporcionar una pista que puede extraviar al lector al hacerlo anticipar un tema que si ocurre en la vida del escritor, no aparece o apenas se insinúa en la novela corta. Y sin embargo, no es fácil quitarse de la cabeza las buenas noches anticipadas de la madre en el inicio de En busca del tiempo perdido y no porque el tema se parezca, sino simplemente porque lo que los asemeja es la introspección, casi microscópica, pero emocionada, de uno y otro relato.

El personaje, Guillermo, está recostado sobre el césped bajo el sol, mientras su mujer, Celia, le ofrece un gin and tonic que acaba por concretarse, por falta de agua quina, en un dry martini. Esta bebida, inútil tratar de esquivar el recuerdo, cumple, como el té y el panecito llamado magdalena, la función de evocar el tiempo perdido. Si Proust nos lleva a Combray, Alatorre nos conduce a una casa de Tlalpan donde un joven seminarista se prepara para el sacerdocio. El relato, ya dije que pormenorizado, va paso a paso recorriendo el despertar sexual del adolescente. Y, sin decirlo nunca, su camino a la libertad, ya prevista, por otro lado, con el hombre maduro tendido sobre el pasto con su martini seco al alcance de la mano.

En esta novela corta, apenas 93 paginitas, al parecer no sucede casi nada y sin embargo, sucede todo, es si se quiere el retrato del artista cachorro o del artista adolescente: un joven, que sin confesarlo nunca, se despierta a la vida y abandona, ni siquiera necesita decirlo, la rutina del seminarista. La sotana se convierte en un pellejo abandonado, como símbolo transparente de que nada puede la Iglesia frente a la vida. Como toda buena obra literaria, la historia contada así, apenas vale la pena, el chiste es leerla como la escribió Antonio Alatorre. Seguir el paso casi imperceptible, en que el lector apenas sospecha la verdadera historia que se le está contando, hasta que, tendida la trampa, el lector capta el sentido del pormenorizado recuerdo, y se deja atrapar por la emoción, se siente conmovido.

Una amiga que lo leyó me dice que el descubrimiento del sexo le parece lo más puro que ha leído; por mi lado, y eso es lo que vale de la literatura, me parece de lo más atrevido. No es que no sea bello o puro (si importa esto), lo que sucede es que el escritor se desnuda, se arriesga a lo máximo, sin red de protección. Alatorre, como maestro y con toda razón, decía que la sinceridad no era salvoconducto de la buena literatura, pero lo que aquí sucede con el texto, pongamos entre paréntesis al autor, es que, como quiere Cortázar, aquí se escribe literatura de verdad, la que bucea dentro de sí mismo, sin miedo, como en El perseguidor.

No quisiera dejar de mencionar que Martí Soler, en un homenaje póstumo a Alatorre por los 90 años de su nacimiento, destacó el carácter autobiográfico de la novela al comentar que en la primera versión entregada al Fondo de Cultura Económica, Guillermo y Celia llevaban los nombres reales de Antonio, como su autor, y Margit, como la que fuera su esposa.

Tampoco quiero dejar de recordar que Alatorre formaba, de algún modo, una especie de grupo con los otros dos jaliscienses cumbres de nuestra literatura: Juan Rulfo y Juan José Arreola, a quienes, de cierto modo, acompañó el crítico Emmanuel Carballo, igualmente nacido en Jalisco.

La novela, sin duda, tiene un título extraño: La migraña. Este malestar es el detonador de lo que sigue, como asegura el narrador cada hecho va trabado con lo siguiente. Nada sucede fuera de la conciencia. En algún momento, el personaje se desdobla en dos, uno de ellos es el atrevido; el otro, el que se aferra a lo que ha sido su vida hasta ese instante y ambos entablan un diálogo, es decir, uno propone y otro vigila la conducta de ambos y luego, claro, como que es la conciencia, se funden en un ser único. No se crea que es una novela psicológica, aunque lo es; no es tampoco, una novela filosófica, aunque podría serlo; ni siquiera es una novela social, en contra de la represión religiosa, a pesar de que algunos lectores así podrían interpretarla. Es, sin más vueltas, un relato que conmueve, que despierta la empatía del lector. Y eso es lo que pretendía, lo puedo encontrar en sus textos críticos, el autor.

Triste que por su tardía incursión en la creación literaria, Alatorre no haya disfrutado de la compañía de sus lectores. Su muerte impide, además, otras novelas, luego de, reitero, esta breve obra maestra.



[i] Antonio Alatorre. La migraña. México, Fondo de Cultura Económica, 2012. 93 págs. (Col. Letras Mexicanas 143).