Hay que modificarla

Alfredo Ríos Camarena

El instrumento jurídico que regula las funciones de las políticas públicas, es la Ley Orgánica de la Administración Pública, en donde se enumeran las secretarías de Estado y los temas que les toca atender.

Al inicio de la Administración del presidente Adolfo López Mateos, esta Ley fue modificada, entre otras razones, para crear la denominada Secretaría de la Presidencia, donde fue nombrado el licenciado Donato Miranda Fonseca; en el siguiente sexenio la ocupó el licenciado Hugo Cervantes del Río, y finalmente se reformó la Ley, desapareciendo esta importante entidad que regulaba la planeación y el gasto de todo el sector público. Su deficiencia fue su falta de coordinación con la Secretaría de Hacienda y Crédito Público,  pues por una parte, se autorizaban las inversiones y, por la otra, no se entregaban los recursos. Hoy es probable que se le dé nueva vida a este importante instrumento que puede regular, con mayor capacidad técnica y política, el desarrollo y el crecimiento económico, así como el reordenamiento administrativo.

Menciono lo anterior, porque hoy se están estudiando cambios que implicarán la desaparición de algunas Secretarías y la aparición de nuevas; la “rumorología” nos dice que habrá de desaparecer la Secretaría de la Función Pública, cuyas funciones las habrá de desempeñar la Auditoría Superior de la Federación con mayores atribuciones, y también se habla de la creación de un Consejo Ciudadano para combatir la corrupción como lo establece la iniciativa que impulsa el presidente electo, Enrique Peña Nieto; también se está mencionando el cambio de facultades de la Secretaría de Seguridad Pública, que podría también desaparecer para trasladar sus competencias a la Secretaría de Gobernación, que requiere, sin duda, un fortalecimiento institucional.

Por otra parte, se especula que la Secretaría de la Reforma Agraria finalmente desaparecerá, como tantas veces se ha anunciado, pero no se ha dado este suceso, al que quisiera referirme en estas líneas.

La Secretaría de la Reforma Agraria nació bajo el auspicio del presidente Luis Echeverría y con la conducción del licenciado Augusto Gómez Villanueva, para ejecutar los preceptos de una nueva Ley, la Ley Federal de la Reforma Agraria, que substituyó al antiguo Código Agrario. Esta Ley le daba a la nueva Secretaría facultades de planeación, de organización, capacitación y de fomento, para que el campo mexicano no sólo se fortaleciera con el reparto agrario, sino con una planeación de desarrollo rural.

Pasaron los años y las políticas públicas, por cierto, afines al denominado consenso de Washington, decidieron desaparecer del mapa la propiedad social, y se realizaron reformas para intentar privatizar el ejido y los bienes comunales, con las cuestionadas reformas al artículo 27 Constitucional. Los resultados, tanto productivos como del crecimiento  económico, fueron totalmente adversos a la propuesta como se concibió, pues actualmente la balanza comercial es negativa, tanto en la economía (menos del 14.8%) como en el sector primario (menos del 19.4%).

El resultado del desmantelamiento de las políticas agrarias y agrícolas, ha tenido como consecuencia un definitivo fracaso económico, que se pretende atribuir a los propietarios sociales, pero la realidad es que se interrumpieron las políticas para incentivar el proceso productivo.

La inseguridad, la pobreza, la falta de empleo y la delincuencia organizada, son vasos comunicantes que se alimentan de la fragilidad de la estructura social y uno de los pilares fundamentales de ésta, lo constituyen los 25 millones de campesinos y las más de 100 millones de hectáreas, en manos de la propiedad social.

Suprimir la Secretaría de la Reforma Agraria, que hoy por hoy, no sirve para nada, sería un grave error, pues ha sido considerada el puente entre el Estado y los pequeños propietarios, ejidatarios y comuneros, a quienes se debe dar una oportunidad fomentando el auténtico desarrollo rural; la Secretaría de la Reforma Agraria tiene que transformarse y aumentar sus facultades y competencias, especialmente en materia de planeación, desarrollo, organización y capacitación, pues los productores agrícolas han sido abandonados por el Estado nacional, sólo un porcentaje menor al 5% ha encontrado políticas de fomento adecuadas que se dirigen hacia la exportación; el resto, está sumido en una de las más graves crisis que actualmente nos hacen importadores de aquellos productos agrícolas, de los que no hace tanto tiempo fuimos autosuficientes e inclusive exportadores.

La Secretaría de la Reforma Agraria no debe desaparecer, sino modificarse, pues suprimirla es romper el puente institucional en el que motivan su esperanza más de 25 millones de mexicanos.

La nación requiere una Reforma Agraria productiva. Se dice que el reparto agrario ha concluido, y que por ello debe desaparecer esta Secretaría, pero es una concepción errónea, equivocada, porque precisamente la función de la Secretaría debe ser establecer la capacitación y la organización y la aplicación de programas, que hasta hoy, se encuentran en el ámbito de otras secretarías como Agricultura y Desarrollo Social, y no existe ningún plan para resolver la producción alimenticia; se ve a estos minifundistas como guardabosques o como un lastre; como una rémora donde los más marginados son los pueblos indígenas. Lo que se tiene que hacer,  es hacerlos partícipes del desarrollo, proyectando programas que dirija el Gobierno Federal y donde se incorpore a la empresa privada. El negocio de producir maíz, frijol, soya, caña de azúcar y muchos productos más, es hacia el futuro una ventana de oportunidad para crecer; por eso, no se olvide que son más de 100 millones de hectáreas en manos de la propiedad social, que requieren más que una respuesta burocrática, una política de Estado que implique un objetivo, que es producir.

La tierra se repartió para que fuera productiva, no para que languideciera en las manos muertas de campesinos sin esperanza, por decisiones políticas equivocadas.

El nicho de inversión que representan las tierras ejidales, también tiene que ver con otras actividades como la minería, el turismo y la plusvalía de las tierras, que se han convertido en desarrollo urbano, además de las actividades pecuarias y pesqueras. La inversión privada no está reñida con la propiedad social, si se adoptan modelos de asociación en los que participen con su trabajo y con su tierra, pero también con sus utilidades, los productores sociales. Hasta hoy los han despojado de sus tierras a través del rentismo y las falsas ventas y, con ello, han convertido al campo mexicano en tierra de especuladores, que no de inversionistas; esto debe cambiar. El horizonte es inmenso, no cerremos la puerta a una nueva Reforma Agraria.