Carlos Guevara Meza

A nueves meses de la salida de las tropas estadounidenses de Irak, la situación dista mucho de ser normal. Desplazado del centro de interés por la guerra civil siria, Irak se encuentra en uno de sus peores momentos desde la invasión norteamericana.

Los atentados terroristas de diferentes organizaciones, en particular del autodenominado “Estado Islámico de Irak” vinculado a Al-Qaeda, se han incrementado en el último año. Y la situación empeoró el domingo 9 de septiembre cuando una ola de ataques en Bagdad y otras ciudades causó cien muertos y más de 400 heridos. Un coche bomba estalló frente al consulado francés en Nasiriya. Fueron blanco tanto objetivos militares como civiles y en algunos casos se registró la doble bomba: primero estalla una, y cuando llegan los servicios de ayuda, estalla la otra, causando aún más víctimas, incluyendo por supuesto efectivos de seguridad y socorristas.

Los atentados del 9 de septiembre podrían estar relacionados con la condena a muerte, dictada en ausencia, contra el vicepresidente Tariq Hashimi bajo cargos de “terrorismo, conspiración y traición”. Supuestamente, Hashimi ordenó directamente a sus escoltas realizar asesinatos de tipo político. Los guardaespaldas confesaron, aunque el vicepresidente alegó que habían sido torturados y amenazados. Las acusaciones surgieron poco después de la retirada estadounidense, y a los pocos meses Hashimi huyó señalando que todo el asunto no era sino un complot político en su contra y en contra de lo que representa: la comunidad sunita.

Hay que recordar que el actual gobierno se formó de milagro tras seis meses de intensas negociaciones que derivaron en un reparto del poder entre los diferentes grupos étnicos: a un kurdo correspondió la jefatura del Estado (un puesto más bien protocolario en términos de poder efectivo, pero muy significativo en el contexto de las luchas autonomistas de los kurdos). Nuri Al-Maliki, un chiita, se convirtió en jefe del gobierno y el sunita Hashimi en vicepresidente. La fórmula resultó en el sentido de que se obtuvo una importante mayoría electoral, signo quizá de que la sociedad iraquí busca una conciliación y el fin de la violencia. Pero bastó que las tropas norteamericanas salieran de Irak para que los grupos radicalizados incrementaran sus acciones, incluyendo los que pertenecen al gobierno. Y aunque no podría descartarse de plano la colaboración de Hashimi en ciertos hechos delictivos, la cuestión de su acusación y condena sin duda tiene más que ver con la disputa por el poder del estado por parte del chiísmo.

La ruptura de la coalición debilita la legitimidad del gobierno y su capacidad de acción, en un contexto donde incluso en el seno del Estado se busca cualquier pretexto para romper los equilibrios y conseguir el control total que, sin embargo, se encuentra muy distante. Entre más se radicalice el discurso étnico-religioso sectario, más razones tendrán las minorías para defenderse con todo.