El movimiento estudiantil estalló poco antes de los XIX Juegos Olímpicos
Humberto Guzmán
Han trascurrido cuarenta y cuatro años desde la tarde en la que me encontraba en la Escuela Superior de Economía del Politécnico, el 26 de julio de 1968. Estaba desierta. Algunos participaban en la marcha que protestaba por la violencia policiaca en contra de politécnicos. Otros habían salido a festejar la Revolución Cubana. Los demás se habían tomado el día. En un auditorio vacío, actuaba un solitario “cantante de protesta”.
De pronto, saltó a la entrada uno de mis excompañeros de grupo y gritó: ¡Nos pegaron los granaderos! Nervioso, despeinado, caminó al frente bajo la mirada de los presentes; con lágrimas en los ojos, relató lo que llamó la agresión de los granaderos. Y allí empezó todo.
De la nada surgieron algunos profesores y alumnos. Pronto, el pequeño auditorio se vio abarrotado. No conocía a casi nadie de los recién llegados. En el estrado ya estaban una mesa, un pizarrón movible: empezaron a organizar —yo no podía saberlo— lo que se convertiría en el movimiento estudiantil mexicano de 1968. El más viejo de los profesores, no supe los nombres, ordenó a uno de los estudiantes que subiera a las oficinas y se comunicara por teléfono a la Facultad de Economía de la UNAM y a la Normal Superior que no quedaba muy lejos de Santo Tomás. El cierre de escuelas estaba a la vista. Aquel profesor hizo algunas gráficas —al fin economista— en el pizarrón. Se localizaron a los enemigos: el cuerpo de granaderos y las autoridades del Distrito Federal, hasta el presidente de la república.
No salía de mi asombro ante tanta agitación. Una banal pelea callejera y ya se iban al paro los más importantes centros de estudios públicos. Yo no calificaba los hechos ni me pasó por la mente que el 12 de octubre (Día de la Raza) próximo arrancaría la XIX Olimpiada “México 68”.
Nada me interesaban los deportes y los deportistas. Después me enteraría que los manifestantes se habían unido en el Hemiciclo a Juárez, en la Alameda, y de allí se trasladaron al Zócalo, lo que no estaba autorizado. En la calle de Palma los esperaban los granaderos que les cortaron el paso. Hubo desbandada, pero un grupo de jóvenes arrojó piedras en respuesta, dijeron los periódicos.
En 2008 escribí, en estas páginas1, que de este movimiento me gustó el ambiente de carnaval, antipaternal y antiautoritario. Había una alianza aparente entre los participantes y alguna simpatía del público por el más débil. No recuerdo la intervención de otros sectores sociales. Sin embargo, veía con recelo las pancartas que se referían a la Revolución Cubana y los “socialistas o comunistas” de México, que, acomodaticiamente, llegaron a situarse al frente de la protesta juvenil. ¿O así estaba calculado? (Con excepciones, como la que encabezó el rector de la UNAM.)
Participé con una emoción apartidista (que no tiene nada qué ver con lo que hoy se dice: Yo Soy 132, que está al servicio de López Obrador y sus fines), hasta la tarde de Tlatelolco. Pero, con todo derecho, me preguntaba: ¿para quién trabajaba el movimiento? ¿Cuál era el objetivo que se perseguía, más allá del sencillo “pliego petitorio”?
Ahora agrego: ¿era una acción de grupos radicales en contra del gobierno establecido, o de éste en contra de aquéllos, o como se decía, de intereses extranjeros para desestabilizar el país, o una lucha entre uno y otro protagonistas de la clase gobernante o de otro poder?2
Nadie era inocente, estoy seguro, salvo parte de los miles —nunca faltan en tales movimientos de masas— que nutríamos las manifestaciones, o asistíamos a alguna reunión del comité de huelga. Insisto, me preocupaba que esa rebeldía estuviera ayudando quién sabe a quién o a qué para alcanzar ciertas metas de poder. Intuía que a los jóvenes —y a otros— se les manipula fácilmente.
A la fecha no puedo aventurar juicios, sólo preguntas. Estalló el movimiento tres meses antes de la XIX Olimpiada “México 68”, la primera que organizó un país “en vías de desarrollo”, de origen español y única en Latinoamérica. Brasil tendrá la suya ¡48 años después!
Ahora entiendo que era extraordinariamente importante para la economía y el prestigio internacional de México, que ya casi-casi era del “primer mundo”. A pesar de esto, o por esto, parecería que algunos estaban interesados en echar abajo tan prometedores auspicios. (¿Quiénes, por qué?) Casi lo lograron. Ya se sabe, las casualidades no existen.
Había que librar la embestida, pero se hizo de la peor manera.
1En 2008 publiqué en estas páginas tres entregas (24 de agosto, 21 y 28 de septiembre) con el subtítulo general de “A cuatro décadas de México 68”, una crónica personal sobre el movimiento estudiantil mexicano
2Toqué este asunto en mi texto autobiográfico Confesiones de una sombra, Dirección de Literatura de la UNAM, serie De Cuerpo Entero,1990, y Colección Yaleissste, del lSSSTE, 1996.
